El refugio (error) es recurrente. Matar al mensajero cuando muerde. Es cierto que suele ser el plan ‘A’ de todo gobierno que únicamente quiere una voz: la suya. Su propaganda con tintes totalitarios. Y, a más a más, es cierto que suele ser ese plan ‘A’ de todo gobierno cuando se siente asediado por sus escándalos. Cuando sus ministros y presidentes olisquean ya estar en la fase final de su nadir. Ese funambulismo en el que vive instalado el Gobierno de Sánchez. La semana pasada también pintó turbia. Y van… todas en sus pocos más de 100 días de Gobierno. Porque antes de que volvieran a llegar los chicos de la prensa con sus cosas, la mesa del Congreso había ya encendido el semáforo rojo, el mismo lunes, al intento de fraude para saltarse el Senado en la tramitación de los presupuestos. Poca cosa –versión ironía- frente al hedor de la cloaca destapado por unos audios en los que se escucha a la todavía ministra de Justicia Dolores Delgado en pleno compadreo de mesa, mantel e imaginamos que pacharán con el excomisario Villarejo, el dueño de la fonoteca de todas las mierdas de este país. La secuencia de charlas, servida en dosis por Moncloa.com, destapa la bajeza de esa parte oscura del sistema que no sólo da miedo sino que hace más evidente la necesidad de una prensa libre, en su histórica función de contrapoder. Porque el poder corrompe. En el presente, pero también desde el pasado. Más cuando el líder del Gobierno ha decidido llevar el listón de la honestidad y regeneración política ante una prueba del algodón de imposible cumplimiento. Y así el astronauta Pedro Duque, muta de héroe nacional a ministro en la picota no tanto por poseer una sociedad patrimonial sino por el listón moral puesto por su jefe, además de la torpeza dialéctica de sus explicaciones que no despejan la existencia de irregularidades fiscales. “Si tengo que pagar algo a Hacienda, porque exista algún error, lo haré. Me pondré al día”, Duque dixit, el viernes pasado.
En medio de este complicado clima, con tres ministros (Delgado, Duque y Robles) camino del descuento, con un inmenso vacío de poder en Moncloa durante los bolos de Sánchez por Canadá y Estados Unidos, con un Ejecutivo que aprueba medidas que pueden aplicarse de una forma y su contraria (el IPC de las pensiones y el proyecto de las licencias VTC son dos ejemplos), aparece Carmen Calvo, la vicepresidenta que se esconde tras el chaparrón diario mediático, muda ella toda la semana, para reflexionar acerca de los límites de la libertad de información. Hacer un llamamiento a “intervenir” para poner límites a la libertad de expresión y de información, como planteó la vicepresidenta Calvo en los términos en que lo hizo y precisamente en este momento, dice poco en favor de quien, como especialista en derecho constitucional, sabe perfectamente que los límites al derecho a la información y la libertad de prensa ya están claramente fijados en la Carta Magna y en nuestro Código Penal que establece penas severas para los delitos que atentan contra el derecho al honor. Introducir ahora el debate sobre estos “límites” sería tanto como ceder a una pulsión censora inducida por el clima de dificultad política por el que navega el Gobierno.
Mal momento ha elegido Calvo para evocar el debate de la posverdad cuando varios ministros o han dimitido (Montón) o están en apuros por no decir la verdad (Delgado y Duque) desde el primer momento. Su intervención evocó directamente a otras discutibles ocurrencias, como la del exministro Rafael Catalá, que sugirió sancionar a los medios de comunicación que publiquen informaciones sobre investigaciones judiciales en curso, justo cuando los casos de corrupción acorralaban al Gobierno del Partido Popular. Entonces, el PSOE y el resto de partidos acusaron a Rajoy de intentar amordazar a los medios. Lo escupe la maldita hemeroteca. Palabras de entonces de Sánchez a Catalá: “Que no se preocupe tanto de perseguir a aquellos que denuncian la corrupción del PP, que suelen ser los periodistas, sino a perseguir la corrupción del PP”. Es el eterno pulso entre los claroscuros del poder y quienes tienen la obligación de alumbrarlos. Claro que debe haber mecanismos de defensa de la verdad, como demanda Calvo: y los hay, de hecho, aunque no creo que constituyan un problema prioritario ni para España ni para su trepidante Gobierno. Los ciudadanos, de quien necesitamos protegernos, son de aquellos y aquellas que pretenden salvarnos de la libertad de expresión.
Publicar lo que se ha publicado acerca del plagio que llevó a la dimisión de la señora Montón como ministra de Sanidad ¿era extralimitarse en nombre de la libre circulación de ideas y noticias? ¿Han hecho mal los medios al hacerse eco de las dudas que suscita el contenido y la autoría de la tesis doctoral del ciudadano Sánchez? ¿O las irregularidades en la obtención de un máster que desembocaron en la dimisión de Cristina Cifuentes como presidenta de la Comunidad de Madrid? La respuesta es que no. La libertad de información es la piedra angular del sistema democrático porque la democracia se sustenta, precisamente, sobre las libertades de información y de expresiones políticas.
Poco les importó entonces a los socialistas cuando pusieron como condición para apoyar el 155 que TV3 quedase fuera del control de Moncloa. Poco dijo la vicepresidenta cuando la presentadora de un programa de TV3 quemó en directo un ejemplar de la Constitución española. Y menos dice Calvo del adoctrinamiento diario de las escuelas catalanas.
A Calvo se le ha ocurrido buscar como justificación para esa censura el riesgo de “violabilidad del modelo educativo”, que para ella “es un bien superior a proteger, un valor muy por encima de nuestras individualidades. De todas: del negocio, de la profesión, albergados en un derecho sin el cual la democracia no funciona”. Los socialistas, y los líderes del PSC en mayor medida, no fueron consecuentes con el planteamiento de Calvo en las negociaciones con el PP para la aplicación del 155. Entonces, no sólo no se preocuparon cómo la labor de los medios catalanes, horadando a diario los informativos con sus fake news sobre el independentismo, podía atentar contra el sistema educativo. Poco les importó entonces a los socialistas cuando pusieron como condición para apoyar el 155 que TV3 quedase fuera del control de Moncloa. Si en algo se ha especializado la autonómica catalana desde hace años es en aprovechar la libertad de expresión para adoctrinar desde los informativos, pero también desde programas infantiles, por el independentismo y el secesionismo. En determinadas ocasiones, especiales y excepcionales, como sucede desde hace años con la cuestión catalana, es cierto lo que dice la ministra Calvo. Aquello de que el valor de la libertad de expresión “no lo resiste todo, no lo acoge todo”. Y tiene razón Calvo. Reitero. Pero poco dijo la vicepresidenta, por no decir que hizo un hiperbólico mutis, cuando la presentadora de un programa de TV3 quemó en directo un ejemplar de la Constitución española. Y menos dice Calvo del adoctrinamiento diario de las escuelas catalanas. Un mal endémico que ya empieza a moverse como mancha de aceite a Baleares y Comunidad Valencia.
No sé qué pretende realmente Calvo, pero se equivoca irresponsable y notablemente cuando mezcla ante la opinión pública el grave problema de las 'noticias falsas' que circulan por internet y las redes sociales con las informaciones elaboradas por los medios de comunicación que, a diferencia de los primeros, están obligados a asumir la exigencia constitucional de veracidad en todos los contenidos que difunden. O Calvo no sabe de lo que habla o puede que sí y solo pretenda confundir para sacar al Ejecutivo de su atolladero. El Gobierno, según su portavoz, la ministra Isabel Celaá, asegura sentirse víctima de una “cacería”, de un “acoso brutal” de PP y Ciudadanos. Está en su derecho de orientar como le plazca su estrategia de defensa, pero solo acentúa su debilidad cuando traslada la imagen de que se siente indefenso ante la sucesión de informaciones que atañen a los comportamientos éticos de varios de sus ministros. La tarea básica de cualquier periodista es confrontar las promesas y los hechos de quien ocupa el poder, más aún tras una moción de censura justificada en la necesidad de una regeneración democrática. La obligación de quien gobierna es ser coherente y obrar en consecuencia.
No debe ser fácil en las actuales circunstancias navegar con tanto viento en contra, pero un poco de autocrítica y reflexión no vendría mal en La Moncloa si quiere detener esta espiral de desgaste. No son pocos los viejos socialistas que aprecian con nitidez las costuras de un gobierno que no brilla por su correcta coordinación y donde los bandazos se han convertido en la norma. A tiempo está Sánchez de reorientar el rumbo, al menos hasta la convocatoria de unas elecciones generales que se hace cada vez más obligatoria bajo la actual dinámica. De momento, Pedro Sánchez ha optado por resistir en lugar de introducir cambios en el funcionamiento interno de su gabinete, donde están fallando piezas fundamentales. El órdago separatista catalán y la complicada negociación de los Presupuestos del Estado van a determinar la fecha de caducidad del Ejecutivo. Mientras tanto, los medios, parafraseando a Orwell, seguiremos utilizando la libertad como derecho para decirle a los gobiernos lo que no quieren escuchar.