Durante años he viajado con asiduidad por carretera, pero ha sido desde la pandemia cuando he empezado a tener la sensación de que el mantenimiento de las autovías dejaba bastante que desear. Era seguramente, así lo pensé, una mera percepción subjetiva; pero en algunos tramos de la antigua A4, por ejemplo, el conductor tiene a ratos la sensación de que podría despegar el suelo como si fuera Chuck Yeager en lugar de un dominguero cualquiera. Por si esto fuera poco, de un tiempo a esta parte se diría también que al personal se le avería el coche con una frecuencia que convierte algunos desplazamientos en procesiones interminables amenizadas por periódicas alertas de Google -nueve horas mi último viaje desde Málaga, la pasada Semana Santa.
Como uno es evidence based y no quiere pecar, Dios nos libre, de cuñao, he preguntado a los que saben. Y resulta que mi percepción dominguera, pronunciada al ritmo del repique de un euro sobre la barra del bar, no es injustificada. Así, me facilitan un informe de la Asociación Española de la Carretera, de hace ya tres años, que pone números a la degradación de la red viaria española, y sitúa el inicio del problema no en el covid, sino en la crisis de 2008. Según AEC, si hace veinte años la conservación de las carreteras españolas era más que correcta, ahora bordea el “muy deficiente”. El estado de los pavimentos tenía en 2020 la peor nota en dos décadas, con valores descendentes en todas las CCAA en una clasificación que va desde una (quizás) sorprendente Extremadura a Aragón en la cola. La asociación cifra en casi 7.500 millones de euros el déficit de inversión en la red de carreteras, de los que un tercio correspondería al Estado y otros dos a los gobiernos autonómicos. Y, en lo que valga la estimación, ahora que estas cosas contristan a los corazones sensibles, el mal estado de las carreteras le habría costado a España 25 millones de toneladas adicionales de CO2 en los últimos diez años.
Hasta ahí las vías. Pero es que el estado de los vehículos también responde a mi resignada percepción. Me pasan también un informe de ANFAC, la patronal del automóvil, según el cual la edad media del parque móvil español sube cada año, se sitúa por encima de los 13 años y se ha casi doblado desde la crisis financiera. En 2021 se vendieron 1,2 millones de turismos usados frente a algo menos de 860.000 nuevos. Y de todos esos coches de segunda o tercera mano, un cuarto tienen más de veinte años. El parque español tiene un par de años más que la media del continente y, aunque también aumentan notablemente las matriculaciones de eléctricos e híbridos, España parece partida en esto, como en tantas otras cosas, entre unas minorías que avanzan al ritmo de los tiempos y grandes capas sociales cada vez más desconectadas de los relatos de prosperidad y “modernidad”.
Apenas diez años más tarde el paisaje automovilístico español estaba poblado por hordas de Audis y BMWs que se desplazaban a velocidades no reglamentarias por una red de autovías de segunda generación
Y de modernidad se trata, además de no matarse y, a ser posible, echar menos horas en la carretera que una caravana de pioneros del Far West. Las carreteras y el acceso a vehículos nuevos de alta gama, de marcas prestigiosas al menos, han sido dos puntales del relato de modernización y homologación europea de nuestro país desde los 80. En 1990 viajé con mis padres a las Alemanias, que aún eran dos formalmente, y sentía uno de manera nítida el contraste de las Autobahnen no sólo con las carreteras del Este, aún pobladas por Trabants y Wartburgs, como en un videoclip de U2; sino con nuestras vías patrias que aún recorrían a paso de caracol millones de sufridos renoleros y clientes de Seat. Apenas diez años más tarde el paisaje automovilístico español estaba poblado por hordas de Audis y BMWs que se desplazaban a velocidades no reglamentarias por una red de autovías de segunda generación pagadas con los generosos fondos europeos; y un coche tan improbable como el Porsche Cayenne se convirtió en emblema de nuestro sector burbujil de la construcción.
He vuelto a sentir algo parecido en un viaje reciente por las carreteras del este de Polonia, y por las del país al este de Polonia. Pero es que Polonia ha multiplicado su renta por tres en estos veinte años, y avanza decidida hacia el PIB per cápita español. El estado de las carreteras puede ser una anécdota (molesta); un problema de seguridad pública en algún momento, si la evolución positiva de la mortalidad por accidentes de tráfico se detiene o revierte; o un signo más del deterioro económico, institucional y social de un país que no hace tanto se veía, o soñaba, sentado a la mesa con los mayores de Europa y del mundo.
Esquife
Y hay que sumar el deterioro de los servicios ferroviarios, supuesta alternativa para reducir los viajes en automóvil.
figueroista
El deterioro de las autovías es evidente. Cualquiera que viaje de forma periódica por las autovías se ha percatado de ese abandono y destrozo, más constatable estos últimos años ( el deterioro es acumulativo y extensivo). Yo creo que el mantenimiento de esta situación obedece a una estrategia ( ventana de Overton) que conduce a generar un clamor unánime que justifique el PEAJE de las autovías.