Cataluña se encuentra sumida en un caos violento y destructivo que sus máximas autoridades alientan públicamente y organizan bajo cuerda en un ejercicio repulsivo de irresponsabilidad y deslealtad. El espectáculo dantesco de mobiliario urbano destrozado, automóviles ardiendo, vías de comunicación cortadas, aeropuertos y estaciones de ferrocarril paralizados, contenedores volcados y agresiones continuas a unas fuerzas del orden tan heroicas como insuficientes, arrastra por los suelos la reputación de una sociedad en otros tiempos ejemplo de cosmopolitismo, laboriosidad, sofisticación, urbanidad y creatividad y que hoy se desliza por la pendiente de la degradación poseída por el fanatismo, el odio, la irracionalidad y la barbarie.
No se ha visto en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, excepción hecha de los horrores que ensangrentaron la antigua Yugoslavia en los años noventa del pasado siglo, una prueba más clara de que el nacionalismo identitario, totalitario y excluyente es la mayor plaga que puede caer sobre un país hasta enloquecer a sus habitantes y transformarlos en energúmenos deshumanizados.
Debilidad o traición
En paralelo a este desastre, España se muestra como el único caso conocido en la Historia de un Estado que entrega a su peor enemigo interno los instrumentos, recursos y medios para que éste lo destruya y que, una vez lo ha intentado de manera ilegal, agresiva y previamente anunciada, los vuelve a dejar en sus manos para que lo haga de nuevo. Semejante comportamiento sólo puede ser descrito como debilidad mental o traición, pero sus responsables lo califican de moderación, firmeza democrática y proporcionalidad. Es evidente que esta letal combinación de desprecio a la ley y demencia vandálica por un lado y pusilanimidad y escasez neuronal por otro, únicamente puede conducir a la catástrofe.
Las naciones corren el peligro de sucumbir cuando no se defienden de las amenazas existenciales que las acechan y tan peligrosas son las externas como las interiores, muy frecuentemente las que encierran en su propio seno resultan más serias que las procedentes de fuera. Hoy la población catalana se encuentra dividida en tres grupos, una pequeña minoría que practica el terror sobre sus conciudadanos junto con los que sin arrojar piedras ni blandir teas incendiarias se manifiestan en considerable número a favor de semejantes excesos y los animan; una mayoría silenciosa y apocada que sufre ovejunamente los destrozos y sus consecuencias y un reducido pelotón de gentes aguerridas y moralmente sólidas que se opone abiertamente a los separatistas, les planta cara y está dispuesta a pagar el precio de este valeroso enfrentamiento.
Un relato inventado sobre su pasado y una esperanza vana en un futuro que, gracias a la doctrina aberrante que ha deformado sus mentes, será irremediablemente tenebroso
El daño causado por esta insurrección absurda y desaforada es enorme en términos sociales, políticos y, muy especialmente, económicos. Hoteles y restaurantes vacíos, comercios destrozados, cruceros que pasan de largo, turistas que huyen, inversiones perdidas, empresas a la fuga, talento que emigra en busca de latitudes más hospitalarias, son miles de millones de euros los que se vaporizan en el calor de las hogueras encendidas por bandas de jóvenes ofuscados a los que se ha insuflado en las escuelas y desde la televisión del régimen nacionalista una visión envenenada del mundo, un relato inventado sobre su pasado y una esperanza vana en un futuro que, gracias a la doctrina aberrante que ha deformado sus mentes, será irremediablemente tenebroso.
La ira desatada
Se les ha prometido que si rompen sus vínculos con España, la España democrática y constitucional que es la garantía de sus derechos y libertades, la España multisecular que les proporciona su proyección en el tablero internacional con el prestigio que dan dos mil años de ingente contribución a la configuración de la civilización occidental, la España productiva que paga las pensiones de sus abuelos, sus becas de estudio y los sueldos de sus funcionarios, si se apartan de ella para siempre, les dicen, conocerán una vida mejor, más plena, más justa, más satisfactoria y más próspera.
Prisioneros de este maléfico engaño, queman, destrozan, golpean, gritan eslóganes de rabia y de rencor y montan explosivos en sótanos escondidos con los que sembrar la muerte y la desolación. Es exactamente lo contrario, su ira desatada e irreflexiva les arrastra hacia el fracaso colectivo y la frustración individual. El camino errado que han emprendido no les lleva a una Cataluña desgajada de España, hecho altamente improbable por múltiples y poderosas razones de orden jurídico, geoestratégico, político y económico, pero sí les aboca a una Cataluña materialmente arruinada que tardará muchos años en recuperarse de tanta porfía obsesionada.