El "paro de país" convocado este viernes en Cataluña nada tiene que ver con el legítimo ejercicio del derecho de huelga que ampara nuestra Constitución. Tampoco responde a una demanda compartida por el conjunto de la sociedad, sino a la estrategia de amedrentamiento diseñada por el independentismo y activada de forma injustificable por instituciones que deberían representar y defender los intereses de todos los ciudadanos, en lugar de apadrinar el chantaje y el sabotaje como herramientas de presión política.
La actitud del presidente de la Generalitat, del conjunto de su gobierno, y en especial de su consejero de Interior, amparando desde una deplorable pasividad las acciones violentas y permitiendo la intimidación por la fuerza de los ciudadanos que no comparten su enloquecida deriva, dista mucho de ser la que se espera de autoridades responsables, y debiera tener consecuencias políticas y legales.
El nacionalismo quiere convertir la jornada de hoy en un hito histórico, que puede muy bien serlo pero en el sentido opuesto al que pretenden el muñeco Torra, su jefe Puigdemont y el conjunto de este infame supremacismo que está llevando a Cataluña hacia un profundo y oscuro precipicio.
Porque los acontecimientos que se están viviendo estos días en las calles de Cataluña son únicamente un nuevo tramo del verdadero procés, el de demoledor impacto que la locura nacionalista va a tener en la convivencia y en la economía de una comunidad que hasta no hace mucho lideraba muchas de las variables españolas y europeas que miden la tolerancia social y a la riqueza económica.
La convocatoria de hoy, disfrazada de movilización en defensa de la libertad de políticos condenados por intentar un golpe a la democracia y a las libertades de todos, no tiene nada de grandeza"
Y la convocatoria de hoy, disfrazada de movilización en defensa de la libertad de políticos condenados por intentar un golpe a la democracia y a las libertades de todos, no tiene nada de grandeza, no es sino el penúltimo episodio de una estrategia concebida para acabar con el discrepante y expulsar de la vida social, incluso del territorio, a quienes se siguen sintiendo españoles.
Ese es el verdadero objetivo, contra el que hay que actuar desde la prudencia y la inteligencia, pero también desde la convicción de que no valen paños calientes, de que no puede quedar impune la irresponsabilidad de quienes han azuzado el enfrentamiento, ni la de aquellos otros que, desde el Gobierno de la Nación, esconden su responsabilidad bajo el manto de un cálculo estrictamente electoralista.