El presidente de Estados Unidos Harry Truman dijo una vez que quería solo economistas mancos, porque todos los que tenía le decían siempre “on the one hand” (por un lado) y “on the other hand” (por otro). Si aún viviera se daría cuenta de que la economía moderna, cada vez más integrada a nivel mundial, tiene cada vez menos economistas mancos, y los que lo son es porque generalmente se resisten a considerar las derivadas más complejas de cada medida de política económica.
Esta complejidad se manifiesta especialmente en el ámbito del comercio internacional y sus precios relativos. Así, hace años, durante la Gran Recesión, algunos economistas defendieron el abandono del euro y la devaluación como fórmula mágica para impulsar la demanda externa y salir de la crisis. Recientemente, el presidente estadounidense Donald Trump ha decidido imponer aranceles sobre el acero con el objetivo de frenar las importaciones e impulsar el consumo de acero interno, potenciando así la actividad y el empleo. Ambas medidas suponen una alteración de los precios relativos del comercio (una devaluación, en el fondo, es equivalente a la suma de un arancel general sobre las importaciones y un arancel negativo o subvención sobre las exportaciones).
En un mundo simplificado, donde el comercio es fundamentalmente de productos finales y muy sensibles al precio, las alteraciones de precios relativos pueden funcionar en el sentido previsto. Pero, una vez más, las cosas pueden ser bastante más complejas.
El comercio del siglo XXI ya no está basado en la especialización, sino que es esencialmente intraindustrial (es decir, basado en los mismos productos: Europa exporta coches y componentes, pero también los importa) y con un fuerte componente de servicios. A ello ha contribuido especialmente el hecho de que la producción mundial, especialmente desde los años 90, se ha desagregado en complejas cadenas de valor donde los componentes de cada bien se producen en distintos sitios. Así, Estados Unidos no produce su iPhone, sino tan solo dos o tres componentes menores, y el resto se fabrican en países tan dispares como Corea del Sur, Alemania, Tailandia o China –que es además donde se ensambla–; de forma similar, cuando el Reino Unido fabrica un BMW en Oxford usa una licencia y motor alemanes, un cigüeñal francés y varios componentes de China, Japón y Corea del Sur. La desagregación de la producción, favorecida por el desarrollo de los transportes y las comunicaciones y la existencia de mercados integrados –como el europeo– favorece la eficiencia y la productividad, pero tiene un importante efecto secundario: las exportaciones quedas íntimamente ligadas a las importaciones de inputs.
De este modo, un país abierto y muy integrado en las cadenas de valor mundiales –algo a lo que cualquier país abierto aspira– ve cómo cuando se deprecia su moneda no solo se abaratan los precios de sus exportaciones de productos finales: también se encarecen sensiblemente las importaciones de los componentes usados en dichas exportaciones. Es decir, se reduce el precio final percibido por los demandantes, pero se encarecen los costes de producción. Que la mayor competitividad del precio final compense los mayores costes de producción es algo que no es evidente, y que habrá que analizar para cada caso.
En un mundo cada vez más integrado en los procesos de producción global, la depreciación de una moneda tiene cada vez menor fuerza a la hora de impulsar las exportaciones
Un documento de trabajo del Fondo Monetario Internacional (Ahmed, Apendino y Ruta, 2015) analiza en qué medida, en un mundo de cadenas de valor, las exportaciones son sensibles a las variaciones del tipo de cambio. Utilizan para ello el tipo de cambio efectivo real, una medida del tipo de cambio medio que se aproxima mejor al relevante para la competitividad en el comercio, al introducir dos factores de corrección: un índice de precios o de costes (para expresarlo en términos reales) y la importancia relativa de los distintos países en el comercio (si un país comercia principalmente con la zona dólar, una variación de su moneda respecto al dólar le afectará mucho más que una variación respecto al yen). En España se calcula como Índice de Tendencia de Competitividad o ITC.
Pues bien, usando datos de panel para 46 países en el período 1996-2012, y datos de comercio de mercancías de la base de datos de comercio de valor añadido de la OCDE (la TiVA, que permite analizar en detalle los efectos de arrastre entre sectores), llegan a la conclusión de que, en un mundo cada vez más integrado en los procesos de producción global, la depreciación de una moneda tiene cada vez menor fuerza a la hora de impulsar las exportaciones, y solo mejora la competitividad en una fracción del valor de los bienes finales exportados. Y estiman que, para una sensibilidad dada de las exportaciones de un país a variaciones del tipo de cambio (medida a través de la elasticidad, es decir, de en qué porcentaje aumentan las exportaciones cuando se deprecia el tipo de cambio un 1%), la participación del país en las Cadenas de Valor Globales reduce la sensibilidad de sus exportaciones de media en un 22%, y casi un 30% en el caso de países más integrados en dichas cadenas.
Esto, por supuesto, no quiere decir que todas las exportaciones e importaciones no sean sensibles al precio o que el tipo de cambio no tenga efectos: dependerá, por supuesto, de cada país y de la sensibilidad de la demanda de cada producto o servicio ante variaciones en su precio. Para un país en desarrollo, con un comercio basado en materias primas fácilmente sustituibles, una depreciación seguirá siendo importante; los precios del petróleo, por ejemplo, seguirán impactando de lleno en el déficit comercial de un país como España. Pero sí contienen un mensaje importante: cuanto más complejo sea el comercio de un país y más basado esté en cadenas de valor, más interrelación habrá entre exportaciones e importaciones y más difícil será mejorar la balanza comercial alterando los precios relativos.
Así, por ejemplo, en una España fuera del euro una devaluación quizás no beneficiara mucho a un sector como el del automóvil, enormemente dependiente de componentes importados. Del mismo modo, cuando Trump intenta defender la industria americana obstaculizando las importaciones de acero, está dañando seriamente a las numerosas industrias que utilizan el acero como materia prima para sus productos y sus exportaciones, de modo que el perjuicio para estas industrias podría ser mucho mayor que el beneficio particular para la industria del acero.
Cuanto más complejo sea el comercio de un país y más basado esté en cadenas de valor, más interrelación habrá entre exportaciones e importaciones y más difícil será mejorar la balanza comercial alterando los precios relativos
Como tantas veces en Economía, todo beneficio tiene un coste: los países que forman parte del euro se benefician de una considerable facilitación del comercio y muchos otros factores integradores y de protección, pero pierden la autonomía de la política monetaria y el tipo de cambio como herramienta de estabilización. Al mismo tiempo, los países que consiguen integrarse con éxito en las cadenas de valor mundiales, potenciando su eficiencia y productividad, pierden sensibilidad de su balanza comercial a variaciones en los precios. No es de extrañar por eso que España, que desde su adhesión a la Unión Europea ha visto aumentar el grado de sofisticación de sus exportaciones y se ha integrado de forma clara en las cadenas de valor europeas –pensemos por ejemplo en los sectores de automóvil o el químico y sus enormes flujos bilaterales de inputs y productos finales–, presente una sensibilidad cada vez menor de sus exportaciones a variaciones en los precios (como explicaba Manuel Alejandro Hidalgo en estas mismas páginas). La competitividad-precio de las exportaciones es sin duda importante, pero no hay que sobrevalorarla como si fuera la única fuente de competitividad.
Hay otra lección muy importante también para quienes minimizan los inconvenientes de salirse del euro –aplicable, por ejemplo, a una eventual independencia–: quien, en el marco de la moneda única, se ha integrado plenamente en las cadenas de valor europeas, si se sale del euro no solo perderá todos sus beneficios asociados, sino que quizás no recuperará gran parte de las ventajas de un tipo de cambio flexible. Heredará sin duda la posibilidad de devaluar, pero una posibilidad bastante devaluada.