Hace unos años refería Fernando Savater una carta en el diario Deia en la que su autor, profesor por más señas, escribía: “Por mi parte no hablo mi lengua propia –el euskera– pero te garantizo que he colaborado, a lo largo de toda mi vida profesional, para que muchos y muchas la aprendieran”. En la carta reconocía resignado que impartía sus clases en español y que sólo podía disfrutar de los bertsolaris con la asistencia de traductores. La declaración dejaba perplejo al filósofo con razón. Resulta asombroso que alguien no hable su propia lengua. Savater no cuestionaba su interés por el euskera, pero sí que llamara “lengua propia” a la que admitía desconocer. ¿Cómo llamar entonces al castellano, se preguntaba, la lengua que sí habla?
La anécdota de Savater revela que algo va mal con la expresión “lengua propia”. Y eso debería ser motivo de reflexión, pues el concepto ha sido de capital importancia en las políticas lingüísticas llevadas a cabo en nuestro país. Como tuve ocasión de explicar la semana pasada en el curso de El Escorial sobre los cuarenta años de la Constitución, organizado por Inmaculada López y Antonio García Maldonado, la idea de lengua propia introduce un sesgo fatal en esas políticas lingüísticas.
Como sabemos, la Constitución reconoce y ampara la diversidad lingüística en España. En su artículo 3 declara que el castellano es la lengua oficial del Estado, al tiempo que establece que las demás lenguas vernáculas serán oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con lo que dispongan sus Estatutos. La Constitución instaura así un régimen lingüístico de pluralismo asimétrico o acotado territorialmente.
Es un modelo parcialmente abierto, puesto que los Estatutos determinarán el régimen jurídico o las características del estatus oficial de la lengua autonómica. Ello dejaba al legislador autonómico distintas opciones, atendiendo a las diversas circunstancias sociolingüísticas de las comunidades; por ejemplo, podía haber introducido criterios de zonificación, limitando el régimen oficial de la lengua autonómica a aquellas partes de la comunidad donde estuviera implantado su uso. A pesar de que las circunstancias de las lenguas eran muy diferentes, como las mayorías políticas que los alumbraron, los Estatutos de las llamadas “nacionalidades históricas” siguieron el mismo patrón, proponiendo un régimen de bilingüismo generalizado y perfectamente simétrico.
Del bilingüismo simétrico como objetivo, se ha pasado a buscar un régimen de cooficialidad asimétrico a favor de la lengua autonómica, convirtiéndola en la lengua preferente a expensas de relegar el castellano
Las leyes de normalización lingüística, promulgadas entre 1982 y 1998, tendrán como objetivo lograr la plena equiparación en el uso (oficial y social) de ambas lenguas. Eso implicaba promover el uso de las lenguas autonómicas en todos los ámbitos: en el sistema de enseñanza, la administración pública, en los medios de comunicación y en el sector cultural. La justificación era que, tras su postergación histórica, había que recuperar y promover su uso, dando tratamiento de favor a la lengua autonómica por ser minoritaria. Como tal tratamiento favorable se justificaba por razones de discriminación histórica y se encaminaba a lograr un sistema de bilingüismo simétrico, las leyes de normalización lingüística se adecuaban al modelo constitucional, según explicó el Tribunal Constitucional en algunas de sus sentencias.
Cabe dudar si ese objetivo era razonable: si, más allá de garantizar la igualdad en el uso oficial, promover la igualdad en el uso social de ambas lenguas no suponía una costosa operación de ingeniería social en pos de un objetivo seguramente inalcanzable. Por lo que sabemos de la dinámica de las lenguas en contacto, éstas se rigen por el llamado efecto Mateo: al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará. En lo que se refiere a los límites constitucionales, el problema es hasta dónde puede llegar esa promoción de la lengua autonómica sin que afecte al derecho de los ciudadanos a usar el español, reconocido constitucionalmente. La evolución de las políticas lingüísticas, como muestra el caso catalán, pone de manifiesto que se ha alterado ese marco inicial: del bilingüismo simétrico como objetivo se ha pasado a buscar un régimen de cooficialidad asimétrico a favor de la lengua autonómica, convirtiéndola en la lengua preferente a expensas de relegar el castellano. El caso de la mal llamada “inmersión lingüística” en la escuela catalana es buena prueba.
En realidad, los signos de que las cosas podían evolucionar en ese sentido estaban ahí desde el principio con la introducción del concepto de lengua propia. En lugar de establecer sobriamente que ambas lenguas tendrían carácter oficial, los primeros Estatutos optaron por marcar desde el principio una diferencia importante: una es la propia de la comunidad, mientras la otra es meramente oficial. ¿Cómo explicar ese contraste? Recordemos que el carácter oficial de una lengua tiene un sentido estrictamente legal. Según el Tribunal Constitucional, con independencia ‘de su realidad como fenómeno social’, una lengua es oficial cuando es reconocida por los poderes públicos como medio comunicación entre ellos y con los ciudadanos con plena validez y efectos jurídicos. Por otro lado, la lengua propia no se distingue por el arraigo histórico o la presencia social. ¿No es el castellano la lengua mayoritaria de los vascos? ¿Carece acaso de raíces históricas allí?
Si una de las lenguas oficiales es la propia, se sugiere que la otra es ajena. Así, la autonómica sería lengua oficial por ser la propia de sus gentes, mientras que el castellano lo sería por una razón meramente administrativa
Sólo cabe dar a la expresión “lengua propia” el sentido de una adscripción identitaria, según la cual la lengua autonómica se eleva a seña de identidad de esa comunidad, un rasgo singular que identifica a sus gentes. De ahí su efecto retórico: si una de las lenguas oficiales es la propia, se sugiere que la otra es ajena o venida de fuera. La lengua autonómica sería lengua oficial por ser la propia del país y sus gentes, mientras que el castellano lo sería por una razón meramente administrativa, por ser lengua oficial del Estado.
Se trata de un contraste retórico muy del gusto nacionalista, al conceder a la lengua autonómica el papel de símbolo o marcador identitario que distingue a un pueblo. Es una adscripción decididamente esencialista, pues se asigna la lengua al territorio o al pueblo, con independencia de cuál sea la lengua real que usan sus ciudadanos en sus intercambios cotidianos. Ese esencialismo se traduce en la presunción de que la lengua de las personas no es la lengua aprendida en la familia o la que hablan habitualmente, sino la lengua atribuida como “propia” al territorio o comunidad en la que viven. Como asumía el profesor de la anécdota de Savater. En manos de los nacionalistas puede convertirse en la imposición de una identidad obligatoria a los individuos, por ficticia que resulte a la luz de los usos lingüísticos reales.
En consecuencia, si la lengua considerada ‘propia’ no es la lengua de uso habitual o socialmente mayoritaria, ello supone una anomalía social que habría que corregir por todos los medios. No se trata ya de equiparar el uso de ambas lenguas, o compensar los efectos de la discriminación histórica, sino de recuperar la lengua propia que caracteriza a un pueblo, la lengua nacional, frente a la lengua de fuera o invasora. Entendida la lengua al estilo nacionalista como pilar de la cultura nacional, el objetivo de la normalización lingüística es remediar un estado de cosas lingüística y nacionalmente indeseable, como es el predominio del castellano, al que se presenta como lengua foránea. Aquí encontramos el papel de la lengua como palanca crucial de la construcción nacional, que justificaría el uso extensivo de la ingeniería social para modificar los usos lingüísticos de la sociedad con objeto de que se amolden al ideal nacional que el poder político autonómico considera lingüísticamente deseable. Puro nacionalismo lingüístico. Y una excelente razón para rechazar el concepto de lengua propia.