Lo llamativo del acuerdo entre los sindicatos y el Gobierno sindicalista para subir las cotizaciones sociales no es el acuerdo en sí, dada la proclividad de la coalición gobernante a subir impuestos y mermar la renta disponible de los ciudadanos, sino el argumento esgrimido por el ministro del ramo para defender dicha medida. Aduce el otrora economista José Luis Escrivá que la subida no dañará el empleo porque el peso de las cotizaciones sociales en el PIB de nuestro país es similar al existente en otros países de nuestro entorno.
Este razonamiento es defectuoso en términos lógicos y económicos. Decir que el empleo no se verá afectado negativamente por la subida de cotizaciones porque estas representan una proporción del PIB similar a la de otros países es un non sequitur ya que en esos países el empleo puede también estar siendo dañado por el elevado peso de dichas cotizaciones. El razonamiento es también falaz porque la variable que incide más negativamente en el empleo o los salarios, o en ambas a la vez, son las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social, y estas suponen en nuestro país una proporción del PIB y de los costes laborales superior a la de la mayoría de los países de la Unión Europea o de la OCDE.
Compensación con las pensiones
El nivel actual de las cotizaciones empresariales, y no digamos ya la subida, merma los ingresos de la Seguridad Social (y los otros ingresos públicos) porque limita el crecimiento de los salarios y el del empleo. Como ocurre con cualquier otro impuesto, los perceptores del mismo intentarán trasladarlo a terceros. Las empresas reaccionan a la subida de cotizaciones intentando trasladarlas a los precios o compensarlas mediante menores salarios o subidas salariales. Las empresas que no puedan hacer ni lo uno ni lo otro se verán abocadas a reducir el empleo o a operar en la economía sumergida o simplemente desaparecerán. Esto último es particularmente frecuente en las empresas pequeñas más intensivas en empleo, aquellas en las que los costes laborales representan una proporción muy elevada de sus costes totales. Los estudios sobre la incidencia de este impuesto, sobre quién soporta la carga final del mismo, muestran que, a largo plazo, el grueso de las cotizaciones sociales se transforma en niveles salariales inferiores a los que habría en ausencia de las mismas. Evidentemente, estos salarios inferiores a los que habría en ausencia de las cotizaciones se compensan con las pensiones que consigan estos asalariados, que serán superiores o inferiores a la merma salarial según el comportamiento de una serie de variables cuyo análisis no viene al caso.
El problema grave se plantea en países como el nuestro con mercados de trabajo poco flexibles y amplias bolsas de población activa con niveles de productividad muy inferior al de los elevados costes laborales inducidos por las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social. En este caso, las cotizaciones no se traducen en menores salarios y la compensación se hace vía reducción de empleo. Por otro lado, las altas cotizaciones fijan un nivel de costes salariales que dificulta el empleo de los colectivos menos cualificados. Todo ello genera un notable paro estructural, que en España además se multiplica por otras deficiencias de nuestro mercado laboral, y alimenta la expansión de la economía sumergida.
La reducción drástica de las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social es una condición necesaria para rebajar el aberrante nivel de paro de nuestro país, el principal desequilibrio económico y social que padecemos, cuya resolución debería ser el objetivo primordial de la política económica. Más allá del impacto inmediato que esta medida pudiera tener sobre las cuentas de la Seguridad Social, el aumento de empleo y de salarios, así como la reducción de la economía sumergida que provocaría, llevaría más pronto que tarde a potenciar los ingresos de la Seguridad Social (y los otros ingresos públicos) sensiblemente por encima de lo que se conseguirá por la vía elegida por el Gobierno.