Si la política española resulta tan volátil como un kit de química para principiantes, la alemana era todo lo contrario: llevaba más de quince años congelada en el tiempo.
La foto-fija siempre era la misma. Una canciller conservadora llamada Angela Merkel (por la CDU) liderando enérgica pero sosegadamente a la nación, un actor secundario socialista (el SPD) apoyándole casi siempre en gobiernos de "Gran Coalición" y, finalmente -durante la última década-, un partido nacionalpopulista (la AfD) creciendo de forma imparable en la sombra, aunque sometido a un ostracismo institucional por parte del resto de fuerzas políticas.
Pues bien: podemos, por primera vez, olvidarnos de este esquema. Del mismo modo que por televisión vemos las imágenes de grandes bloques de hielo, víctimas de la temperatura creciente, resquebrajándose entre crujidos y desmoronándose sobre las aguas del Ártico, lo mismo ha ocurrido con la política alemana. Ha llegado el deshielo, súbito e impredecible.
En primer lugar, la canciller ya no es canciller. Ha decidido retirarse; uno de los pocos políticos que lo ha hecho mientras las encuestas seguían mostrándole buena cara. Ya había querido jubilarse en 2017, pero el ascenso de Donald Trump a la presidencia de EEUU la convenció de seguir aferrada al timón, dado que el navío europeo había de prepararse para un duro embate diplomático y comercial por parte de su aliado americano.
Pero Laschet no era Merkel. Al contrario, destilaba debilidad política, tanta que un audaz político bávaro, Markus Söder, salió de sus propias filas a disputarle el cargo
Su dimisión ha resultado traumática para la CDU. Armin Laschet emergió como sustituto; moderado, ungido por la propia Merkel y con experiencia política como presidente regional. Su programa prometía prosperidad económica y libertad individual pero también luchar contra el cambio climático y el coronavirus. En suma, Laschet copiaba el exitoso modelo Merkel. Pero Laschet no era Merkel. Al contrario, destilaba debilidad política, tanta que un audaz político bávaro, Markus Söder, salió de sus propias filas a disputarle el cargo, al menos hasta echarse atrás en el último momento. Laschet quedó como líder indiscutido del partido; pero un líder anémico.
Irónicamente, frente a este perfil anodino no se crecería ningún adversario carismático, sino el igualmente aburrido Olaf Schölz, candidato socialista y hombre de verbo tan robótico que se ganaría el apodo de Scholz-o-Mat, "máquina Schölz." Esta fama de soso no evitó que, en un giro digno de serial televisivo, la "máquina Scholz" se convirtiera en el candidato preferido de los alemanes apenas un mes antes de las elecciones.
¿La razón de esta sorpresa? Otra ironía. Si Laschet buscaba convertirse en una copia de Angela Merkel, Scholz también; y lo ha hecho mejor que él.
El candidato socialdemócrata ha llegado a adoptar el mismo gesto de manos que la canciller, el célebre "rombo Merkel", lo cual desató las burlas del aspirante conservador
Como la canciller, Scholz es alguien que prioriza la gestión por encima de los experimentos ideológicos -"Soy de izquierdas, no estúpido", llegó a decir en una ocasión-, y con la canciller, de hecho, ha sido ministro de Trabajo, ministro de Finanzas y finalmente vicecanciller en los variados gobiernos de coalición, demostrando sobradamente su experiencia a la hora de mantener el equilibrio económico de la república. Su retórica electoral le ha permitido convertirse en un "clon de Merkel", en palabras de un antiguo embajador americano. El candidato ha llegado a adoptar el mismo gesto de manos que la canciller, el célebre "rombo Merkel", lo cual desató las burlas del aspirante conservador; burlas que no lograron erosionar su popularidad.
Schölz ha evitado, también, cometer los errores que han cometido los demás candidatos (recurriendo al método infalible de no abrir la boca en exceso) y, aunque resulta innegable que es insufriblemente aburrido como orador, los candidatos aburridos tienden a ser valorados positivamente en Alemania. Después de haber sufrido dos picos de épica ideológica a lo largo del siglo XX -uno que desembocó en una guerra mundial y un genocidio, y el otro que necesitó de un muro rodeado de minas antipersona y guardias de gatillo fácil para evitar que la población huyera del lugar-, los alemanes se muestran temerosos de los mesías vocingleros. Desean una Alemania fuerte, sí, pero como sistema, como economía resistente, próspera y estable, y no por el hecho de tener al salvador de turno pegando puñetazos sobre la mesa.
Ascenso y caída de los populistas
En cuanto a los nacionalpopulistas del AfD, cuya trayectoria se calculaba al alza, su suerte ha cambiado una vez más. La AfD nació en 2013 como partido de clases medias irritadas por los rescates que la Unión Europea impulsaba (en parte, con dinero alemán) para estabilizar a los países del continente que más habían sido afectados por la crisis económica. Luego mutó: se radicalizó y asumió la bandera anti-inmigración y anti-Islam en el 2016; justo a tiempo para aprovechar el momento en que llegaba a Alemania casi un millón de refugiados provenientes de las guerras civiles de Oriente, con los problemas de convivencia que ello conllevaba. Esto le catapultó hacia el Parlamento nacional, en el que no sólo logró entrar por primera vez en 2017 sino que aterrizó directamente como tercera fuerza. La "Gran Coalición" entre conservadores y socialistas marcó, de manera apropiada, su gran oportunidad: la AfD pudo hacerse con el voto de aquellos derechistas que deseaban reivindicar la puridad ideológica frente a pactos y componendas.
Pero la AfD no tardó en tener sus propios problemas. Apenas un día después de su éxito, un goteo de altos cargos comenzó a abandonar la nave quejándose de un exceso de radicalismo (o de moderación). A su vez, las presidencias de Donald Trump en EEUU o Jair Bolsonaro en Brasil, cercanos a la ideología del partido -y que demostraron una vez más las diferencias entre la teoría y la práctica del poder-, posiblemente debilitaran el panorama semiutópico que la AfD pintaba en la retina de sus votantes. Y cuando llegó la pandemia del coronavirus en 2020, los líderes del partido primero perdieron votos ofreciendo su cooperación al Gobierno, y luego los perdieron dando marcha atrás y uniéndose en gran medida a las filas de los que protestaban contra las cuarentenas y las mascarillas: lo que algunos de sus miembros llamaban "corona-dictadura", comparándola con las leyes que permitieron la implantación del nazismo. La posición no era unánime dentro de la AfD, ni mucho menos, pero el daño electoral ya estaba hecho.
Los verdes se agostan
Estas elecciones alemanas son las elecciones del deshielo; todo se mueve y fluye. Prueba de ello es que hasta la candidata de Los Verdes, Annalena Baerbock, llegó a rozar brevemente el primer puesto en las encuestas primaverales, aunque luego cayera en medio de una vorágine de escándalos light en la que fue acusada de plagio, de no declarar ganancias y de decorar en exceso su curriculum vitae. Incluso la minoría postcomunista -o los liberales, ausentes desde hace varios años del panorama gubernamental- podrían ser clave para formar un gobierno.
La única constante es que, gane quien gane, el resultado será, una vez más, una coalición. Eso nunca varía. Eso, y el hecho de que nadie tenderá la mano a los radicales de la AfD. Porque las elecciones alemanas pueden ser impredecibles; pero antes que impredecibles, son alemanas.