Opinión

El perro negro

La depresión tiene mucha peor fama y una pésima consideración social. Así que no hagan ustedes que nos sintamos peor por padecerla

  • El futbolista Álvaro Morata

Un día suena el despertador y tú te sientas de un salto sobre la cama llorando de miedo, pero no sabes a qué. Todo se mueve a tu alrededor, como si la habitación fuese el camarote de un barco en medio de la tormenta o como si estuviese viva. Cuando descubres que los muebles que te rodean, la luz, la cama, no son los que deberían, los que ves cada día, te das cuenta de que no te has despertado sino que estás soñando que te has despertado en medio de una tormenta de terror. No mucho más tarde, cuando te despiertas de verdad porque ha sonado el despertador, estás llorando de miedo y no sabes a qué, y apenas reconoces el cuarto donde duermes. Ese es el momento de ir al médico.

He seguido con profunda atención las informaciones sobre la peripecia personal de Álvaro Morata, ese futbolista que ha pasado por ese calvario. Es joven, es guapo, seguramente es rico, tiene cuatro hijos y ha gozado del amor casi hasta ahora mismo, porque la enfermedad de la que hablamos –la depresión– lo primero que espanta es a la gente que tienes al lado y que decía quererte. Si no era verdad, se van: nadie quiere vivir con un enfermo al que aparentemente no le pasa nada, no le duele nada, no tiene fiebre. Solo que es incapaz de abrir la puerta del baño porque teme que al otro lado le estén esperando, o que llora como un niño porque lleva una hora tratando de recordar cómo se hace el nudo de los cordones de los zapatos.

Winston Churchill, que la padeció toda su vida, la llamaba “el perro negro”. Aquel hombre de un carácter extraordinariamente fuerte y decidido se quedaba sentado en la cama, a veces durante días enteros, sin poder hacer nada más que balbucear y gemir, mirando a un punto fijo sin ver nada; la única que sabía cómo sacarle de aquello, cómo espantar al perrazo, era Clemmy, su esposa. Y lo sabía por intuición, por experiencia, por los años dedicados a cuidarle mediante el método de ensayo-error, no porque tuviese conocimientos sobre un mal que, en tiempos de Churchill, ni siquiera tenía nombre.

La conozco bien. Sé que se va pero vuelve siempre, por mucho que tarde. Sé que no hay una causa concreta que la haga venir, pueden ser muchas cosas. Sé que se parece a la locura (ahora ya no se dice locura), pero no es eso. Sé también que se parece muchísimo a la tristeza, a la melancolía, pero no tiene demasiado que ver con ellas. Mi padre, por ejemplo, tenía todos los motivos del mundo para hundirse en la negrura cuando se fue mamá, hace siete años y después de más de seis décadas de amor mutuo y sincero, pero no fue así; las lecturas constantes de Séneca, Marco Aurelio y del “Manual” del esclavo Epicteto hicieron su efecto y, gracias a los estoicos de hace dos mil años, papi aguantó –y aguanta– como un campeón. No es un enfermo de depresión, menos mal.

De pronto me encontré con que le estaba diciendo mentiras a todo el mundo; estaba construyendo a mi alrededor una realidad inventada que solo yo veía y que me exigía un terrible esfuerzo de imaginación

A mí me visitó por primera vez a los 28. Duró poco, gracias a la ayuda de un médico que desafortunadamente ya murió, pero ha vuelto varias veces más. Siempre he intentado saber qué es lo que la atrae, pero la verdad es que no lo he conseguido. En una ocasión yo creo que fue el estrés del trabajo y de un amor desdichadamente largo, porque me estaba chupando la sangre y yo me negaba siquiera a pensar en ello. Pero de pronto me encontré con que le estaba diciendo mentiras a todo el mundo; estaba construyendo a mi alrededor una realidad inventada que solo yo veía y que me exigía un terrible esfuerzo de imaginación, como al “escribidor” de la novela de Vargas Llosa. El día en que aquel artefacto mental se desplomó sobre mi cabeza no es que fuese al médico; es que me llevaron, porque yo era incapaz de moverme por mí mismo. Me pasaba la mañana a medio vestir, sentado en la cama, incapaz de decidir si el pantalón se pone empezando por la pernera izquierda o por la derecha.

¿Cómo se quita? Pues miren ustedes, yo no lo sé con certeza. ¿Ayuda la fuerza de voluntad para aventar la depresión? Sí, claro que ayuda, pero no es suficiente. Además, el perro negro (yo la he llamado siempre “La Negra”, antes de leer la historia de Churchill) lo primero que destroza con sus dentelladas es la voluntad. Te quedas inerme. ¿Ayudan los amigos? Caramba: no es que ayuden, es que son indispensables. Amigos de los buenos, de los de verdad, de los que no te consienten tonterías, de los que te obligan a hacer cosas, a salir, a pasear, a escribir, a ir al cine, a tomarte las puñeteras pastillas. Amigos a quienes les importas de verdad.

Esa es otra. Las pastillas. Desde que el perro negro me visitó por primera vez, hace cuatro décadas, hasta hoy, las cosas han cambiado mucho. Han aparecido muchísimos fármacos “antidepresivos”, casi tantos como manuales de autoayuda. Una vez me leí el más famoso de todos, Más Platón y menos Prozac, del canadiense Lou Marinoff. Era muy ingenioso, pero no me dijo nada que yo no hubiese averiguado ya por mí mismo. Lo más importante es esto: los fármacos curan los síntomas de la depresión, sí, pero no eliminan la causa que la ha traído hasta tu cabeza. Ninguno. Eso es imposible. Y lo peor es que muchas veces, la mayoría de ellas, no sabes cuál es esa causa, si es que hay solo una.

Yo confié en él hasta que me di cuenta de que mis amigos, mis compañeros del trabajo, mi familia, me estaban mirando con una cara que cada vez se parecía más al espanto. Al fin alguien me lo dijo: “Luisito, ¿has vuelto a beber en casa? ¿O qué te estás tomando?

Confié en los fármacos en alguna ocasión. Lo peor es que tardan en funcionar (hasta que comienzan a hacer efecto pasan unos quince días) y, esto sobre todo, que el psiquiatra también parece estar experimentando contigo lo del ensayo-error. Él tampoco sabe qué es lo que te pasa, aunque trate de aparentar que sí, y va probando con diferentes pastillas hasta que una de ellas parece funcionar. Al menos eso es lo que aquel mal bicho, cuyo nombre prefiero no recordar, hizo conmigo. Yo confié en él hasta que me di cuenta de que mis amigos, mis compañeros del trabajo, mi familia, me estaban mirando con una cara que cada vez se parecía más al espanto. Al fin alguien me lo dijo: “Luisito, ¿has vuelto a beber en casa? ¿O qué te estás tomando? ¿Polvito blanco por la nariz? Porque te comportas como si fueses otra persona”.

Eran las p… pastillas, claro. Yo no me daba cuenta pero eso era exactamente lo que me ocurría: que ya no era yo sino un irreflexivo manojo de nervios que no se cansaba, que se reía nerviosamente por cualquier cosa y que decía unas bobadas del tamaño de peñascos.

No nos dejen solos –quizá sea esto lo más importante– porque el enfermo de depresión tiene, con mucha frecuencia, cercanía a la muerte por propia voluntad, y la soledad es el mejor de todos los alicientes para dar ese pequeño salto

Comprendo perfectamente a Álvaro Morata y sé lo que ha sufrido, lo que está sufriendo y, casi fatalmente, lo que sufrirá. En el mundo hay (que se sepa) alrededor de 400 millones de personas a las que visita el “perro negro” de Churchill. Todos somos distintos, no formamos ningún tipo de comunidad y no nos parecemos en nada. Nuestros síntomas son muy diferentes, lo mismo que la frecuencia de esas visitas y su duración. Pero todos tenemos algo en común: hay algo ahí dentro que cada cierto tiempo se despierta y no te deja vivir.

Ayúdennos, caramba. ¿Cómo? Lo primero, por favor, quiten esa cara de lástima que nos hace pensar que nos hemos vuelto tontitos. No es verdad. Trátennos como siempre, con normalidad, y no saquen el tema a no ser que nosotros queramos hablar de ello. No nos dejen solos –quizá sea esto lo más importante– porque el enfermo de depresión tiene, con mucha frecuencia, cercanía a la muerte por propia voluntad, y la soledad es el mejor de todos los alicientes para dar ese pequeño salto. Tengan en cuenta que el perro negro deja cicatrices cada vez que muerde: hay películas que ya no podremos ver nunca más, libros, lugares, costumbres que antes lo fueron y que se han vuelto alambradas. Y, por lo que más quieran, dejen de decirnos “cuídate, Luisito, amor” cada vez que nos ven. ¡Ya lo hacemos!

No somos enfermos. Somos personas que, de vez en cuando, pasan por un período de enfermedad, lo mismo que los reumáticos o los que tienen cólicos nefríticos. Pero esas son enfermedades, por así decir, respetables, o cuando menos normales. La depresión tiene mucha peor fama y una pésima consideración social. Así que no hagan ustedes que nos sintamos peor por padecerla. Con eso sería suficiente. Gracias.

 

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