Cursé la carrera de leyes en Sevilla, hace setenta años. Uno de mis grandes maestros, don Ramón Carande, era catedrático de Economía y Hacienda, reputado historiador y muchas cosas más. Cuando se refería a los difíciles momentos por los que había atravesado el comercio exterior de la posguerra, citaba como causa principal la angustiosa falta de divisas, que entonces agobiaba a las pobres finanzas españolas. Necesitábamos importar neumáticos –qué bravos los camioneros de entonces-, y gasolina, y alimentos, y productos de primera necesidad. Y no había con qué pagarlos. En ese punto, nuestro eminente profesor hacía una excepción: la que protagonizaron “los huertanos de blusón y de alpargata” que, con inteligencia, esfuerzo y espíritu de aventura, abrieron los mercados europeos a los productos de la huerta valenciana. Ellos solos. Sin ayuda de nadie.
Eso es lo que nos decía don Ramón, un palentino que hablaba del huertano “de blusón y de alpargata” –recordaré mientras viva esa expresión- con auténtico fervor. Entusiasmo que lograba transmitir a sus discípulos, casi todos andaluces, de una Universidad entrañable y prestigiosa de la que llegaría a ser Rector. De esta forma, entre sus alumnos logró despertar la admiración y el respeto por el industrioso y tesonero pueblo valenciano.
Incapaces de advertir de esta calamidad
Con el paso de los años he ido muchas veces a Valencia, donde tengo dos hermanos, hoy catedráticos eméritos, que allí viven con sus hijos y sus nietos. En una ocasión, siendo embajador en Moscú, fui invitado a las Fallas por Rita Barberá, alcaldesa de esa gran ciudad. En la carta oficial que recibí, doña Rita me decía que las Fallas existen para “quemar todo lo viejo” y abrirse a la luz y a la esperanza. La noche de “La Cremá”, desde el balcón del Ayuntamiento, viví esa faceta singular del pueblo valenciano: el culto al fuego, el rito que ilumina y purifica, que ha marcado desde siempre las culturas del Mediterráneo. Ahí está, en efecto, el secreto de Las Fallas.
Este año, el 29 de octubre, llegó “la gran tribulación por agua”, el lenguaje utilizado por las crónicas de hace ocho siglos, ante otro turbión devastador que arrasó todo cuanto se le puso por delante. Se han escrito incontables artículos señalando la incompetencia, el desconcierto y el criminal abandono de las autoridades responsables, incapaces de advertir, contener y gestionar esta monumental calamidad. Cientos de valencianos lo han pagado con su vida. Y los que pueden contarlo no lo olvidarán jamás.
El miércoles es la fecha en que habitualmente se celebra la sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados. El 30 de octubre también tuvo lugar. Pero a media mañana, las noticias que llegan de Valencia eran ya aterradoras. Y se propuso suspender el trabajo de la Cámara, para que los señores diputados, especialmente los que representan a esa Comunidad, pudieran ocuparse de lo que realmente importaba: proteger la vida de sus conciudadanos. Y así se decidió.
Vi una inmensa línea de valientes valencianos, casi todos jóvenes, junto a cientos de compatriotas, llegados de toda España, que iban al lugar de la tragedia con cubos, palas y escobas. No llevaban blusones y esparteñas, como sus abuelos, pero eran los mismos de antes
Inmediatamente, el sanchismo ordenó que se celebrara un pleno extraordinario con un solo punto en el orden del día, no para adoptar medidas urgentes en un desesperado intento de salvar a los afectados por la terrible riada, que ya morían a chorros, sino para aprobar el texto en el que se decretaba, por parte del Gobierno, el control absoluto de Televisión Española. Ante semejante escándalo, el Partido Popular, Vox y Compromís acordaron salir del hemiciclo, para no avalar con su presencia la infamia que se iba a perpetrar. Pero “las órdenes de arriba” eran continuar con la reunión a fin de disponer de esta importante herramienta cuanto antes. Y algo más: complacer a quienes exigían incluir un consejero en ese órgano, tal y como establecía el cambalache ya acordado. De esta forma, y con el local semivacío, se votó. Cuando dentro de unos años, alguien prepare una tesis doctoral –una tesis de verdad- sobre el sanchismo, y consulte el Diario de Sesiones, no podrá dar crédito a sus ojos al ver la actuación del Parlamento el día en que se enterraban en el barro centenares de españoles.
El domingo pasado, ante la ignominia de quienes han tratado de hacer de esta terrible desgracia un motivo para diseñar trampas políticas y favorecer intereses electorales, vi una inmensa línea de valientes valencianos, casi todos jóvenes, junto a cientos de compatriotas, llegados de toda España, que iban al lugar de la tragedia con cubos, palas y escobas. No llevaban blusones y esparteñas, como sus abuelos, pero eran los mismos de antes: serios, solidarios, decididos a prestar su ayuda allí donde los organismos oficiales habían fracasado. Qué orgullosos estarían de ellos sus ancestros.
Promesas y más promesas
Mientras tanto, quienes han de responder de la tragedia, incluso ante los tribunales, han empezado a urdir los relatos de costumbre, sostenidos por la trampa, el disimulo y la mentira: que si fachas, que si nazis, que si violentas minorías manipuladas. Lo de siempre. Ochocientos asesores tratan de encontrar la tecla, como tantas otras veces, para esconder errores propios y engañar al ciudadano. Y vuelven a faltar a la verdad, a emborronar lo acontecido y a pedirle a los plumillas habituales que propalen el bulo y la falacia. Pero ahora no es igual. Las escobas no han barrido sólo el lodo: han barrido a los cobardes y a quienes se negaron a prestar la urgente ayuda necesaria. “Si quieren ayuda, que la pidan”, he leído en los papeles ¿Se puede caer más bajo? Sí, se puede. Sólo hay que esperar hasta mañana.
Terminada la tarea de “has sido tú”, ahora vienen las promesas: ver quién ofrece más a Valencia, a Letur y otras zonas devastadas. Pero sé muy bien que sois vosotros, los de siempre, quienes, con el apoyo de la España dolida y solidaria, vais a limpiar todo lo sucio y a recomponer las viviendas derruidas, los recuerdos perdidos, tantas cosas arruinadas. Vosotros, los del cubo, la pala y las escobas: los sufridos, tenaces y esforzados valencianos.