En el vídeo, lo más conmovedor es la cara que ponen los armenios. También los estadounidenses, desde luego, pero sobre todo los armenios. Están pasmados, con la boca abierta, no saben qué hacer. Tratan de sonreír: quizá alguno piense que se trata de una performance por sorpresa, como esos vídeos en los que, en medio de un centro comercial o una estación de tren, sale un señor y se pone a tocar el oboe; y luego sale otro con un violonchelo, y en tres minutos hay cien personas haciendo el último movimiento de la Novena sinfonía. Ahí lo bonito no es tanto la música como las caras de la gente que pasaba por allí y que se ve gozosamente sorprendida por la representación. Muchos lloran de emoción.
En el Smithsonian Institute de Washington, el otro día, los armenios no lloraban. Ni de emoción ni de nada. Tenían cara, ya digo, de pasmo, porque aquella gente tan nerviosa que les hablaba, aquel señor desmelenado que, como Casona le hacía decir a Quevedo, “lo mires por donde lo mires, hace esquina”, Torra se llama, les decían que les querían mucho, que ánimo, que compartían su lucha, que se sentían identificados con ellos. Y los armenios, estupefactos, seguramente recordaban que a ellos les mataron a dos millones de personas hace casi un siglo, pero ¿cuál era el genocidio del que tan airadamente se quejaban aquellos catalanes? ¿Qué masacre había sido aquella del 1 de octubre, que concluyó con casi 900 heridos y… cuatro hospitalizados?
Los armenios (y todos los demás, a juzgar por el vídeo) debieron dejar de pensar que estaban en una performance musical por sorpresa cuando Torra y los suyos se pusieron a cantar su himno, que es algo que hacen con mucha frecuencia. Un concierto improvisado no podía ser, porque aquella gente cantaba fatal. Pero fatal. Los nervios serían, como es lógico: no todos los días se va uno a Washington, que está lejos, a montar el numerito ante las cámaras (porque si no hay cámaras no hay numerito, desde luego). El miedo escénico hizo su efecto y Els segadors les salió hecho una birria, bajísimo de tono, completamente desafinado y, esto sobre todo, con un tempo de marcha fúnebre que ponía los pelos de punta. Cuando tu himno suena más como un salmo penitencial de la semana santa (armenia) que un himno patriótico, pues lo que tenemos es un problema de ensayos, Mr. Torra. Estas cosas hay que prepararlas un poco mejor en estos detalles, porque el heroísmo y el patetismo están separados por una línea muy delgada. Esto con el Orfeó Català, que tantas tardes de gloria económica ha dado al partido de Mr. Torra, pues no te pasa, caramba.
Los armenios miraban pasmados a aquel señor desmelenado que, como Casona le hacía decir a Quevedo, ‘lo mires por donde lo mires, siempre hace esquina’"
Mr. Torra, que se pone comprensiblemente nervioso en según qué escenarios (y el Smithsonian de Washington es una institución de primer nivel), dijo, rápido y tembloroso, lo de siempre: lo de los “presos políticos”, la democracia amenazada, la libertad, la patria opressa y por ahí seguido todo el habitual argumentario de los secesionistas. A renglón seguido, como era lógico y esperable, subió al atril el embajador de España, Pedro Morenés. Y dijo también lo que tenía que decir: que en España no hay “presos políticos” sino unos políticos que deliberadamente transgredieron la ley, sabiendo lo que les podía pasar, y que por eso están presos o huidos; que Cataluña tiene hoy más autogobierno que muchos territorios miembros de estados federales; que España está entre las 20 democracias que mejor funcionan del mundo, según el The Economist Intelligence Unit; que el 90% de los ciudadanos catalanes votaron a favor de la Constitución de 1978, que los votos de los secesionistas son, en Cataluña, menos que los votos de los unionistas, y que en esa comunidad hay cientos de miles de personas que viven con miedo, acogotadas por los indepes.
Naturalmente, Mr. Torra y el resto del coro (desastroso coro, ya lo he dicho) se levantaron, indignadísimos, y abandonaron la sala profiriendo las habituales jaculatorias patrias y gritos de ritual. Se sentían insoportablemente insultados, que es algo en lo cual los secesionistas han desarrollado una habilidad extraordinaria que ya quisieran para sí cuando se ponen a cantar. Los armenios y el resto del público ya no sabían qué cara poner.
Ahora imaginen ustedes una cosa. Imaginen que el embajador de España hubiese dicho, sobre poco más o menos, en su intervención: “His Excellency the President of Armenia, Honorable President of the Generalitat, Director of the Smithsonian Folklife Festival, organizers, ladies and gentlemen: Granada, land dreamed by me. My song becomes gypsy when it’s for you. My song, fact of fantasy. My song, flower of melancholy that I cooome to give yooou…”.
Me pongo ya a contar los días que pasen hasta que Mr. Torra vuelva a ser invitado por una institución norteamericana de prestigio. Aunque prometa que no va a cantar nada"
¿Qué habría sucedido? Créanme: exactamente lo mismo. Mr. Torra y los del coro habrían abandonado la sala, furibundos, porque no se trataba de que les insultasen o no, sino que ellos querían sentirse insultados para montar así el numerito previsto. Lo que dijera el embajador Morenés no tenía la más mínima importancia. Es lo que pasa con todos los fanáticos, sean patrióticos, religiosos, futbolísticos o lo que ustedes quieran: cualquier opinión que se aleje un milímetro de lo que ellos (y solo ellos) consideran dogmas sacrosantos, es una ofensa que hay que lavar, bien con sangre, o bien con una zapatiesta pública como la que montaron en el Smithsonian. Porque había cámaras, naturalmente. Porque aquello podía tener una gran repercusión.
La tuvo, desde luego. El director del Folklife Festival del Smithsonian, Michael Mason, acabó harto (y así lo dijo) de aquellos hooligans a los que se había advertido de que el Festival no debía politizarse, y no hicieron ni bitch caso porque ellos estaban allí para montar su número y para nada más, lo de la cultura y el Smithsonian Institute y la República de Armenia, y la realidad, les importaban un rábano. Sobre todo la realidad, que ni los armenios ni los estadounidenses conocen en absoluto, porque no tienen el inmenso privilegio de ver TV3 todos los días. Eso que se pierden, pobrecitos.
Yo no sé si el prestigio internacional de España habrá sufrido mucho con lo de Washington. Pero les aseguro que me pongo, desde ahora mismo, a contar los días que pasen hasta que Mr. Torra vuelva a ser invitado por una institución norteamericana de prestigio. Aunque prometa que no va a cantar nada.