En plena oleada de rebrotes agosteña y cuando falta menos de un mes para empezar el nuevo curso académico cunde la inquietud entre la comunidad educativa ante el temor a que los centros se conviertan en focos de contagio, tanto dentro de los mismos como a las familias de alumnos y profesores.
Puntos de vista de lo que pueda ocurrir habrá muchos, tantos como implicados en sector educativo. Los ayunos de noticias negativas se acordarán de los rebrotes en las escuelas israelíes tras el confinamiento que provocó la segunda oleada mientras que los optimistas querrán pensar que todo discurra sin contratiempos como en Dinamarca o Alemania. En realidad lo que sucederá en la escuela será un reflejo de lo que pase en la sociedad española (como no puede ser de otra manera en todo lo relativo a la educación); si la pandemia se descontrola tendrá su espejo en las aulas aunque allí, al estar los hijos de la sociedad, su repercusión será mucho mayor.
Pero lo que sí que es evidente es que existe una generalizada impresión de que no se han tomado las medidas adecuadas para que el regreso a la actividad lectiva sea segura para toda la comunidad educativa y garantice el derecho a la enseñanza de los alumnos. Da la impresión, por el contrario, de que la administración poco menos que quiere empezar el curso como si no ocurriese nada para ver si hay suerte y la cosa echa a andar sin problemas mas allá de algún foco aislado.
Las delegaciones y consejerías de Educación están cerradas a cal y canto como si de un curso convencional se tratara y el 1 de septiembre se empezase de forma rutinaria
El resultado es una mezcla de improvisación y de huida hacia adelante que lleva a que el curso 2020-2021 empiece tan mal como se acabó el curso 2019-2020. Si en el anterior curso académico se cometieron errores, como poco menos que dar un aprobado general (cuando la mayoría de los alumnos habían sido evaluados ordinariamente en los dos primeros trimestres y quedaban, a efectos prácticos, dos meses lectivos) o la nula voluntad de volver a las aulas en junio (cuando algo se podría haber hecho aunque fuese de manera semipresencial) para el presente curso académico no se ha hecho sino acentuar esta sensación de ligereza. El ejemplo más doloroso es que de nuevo agosto se ha convertido otra vez en un mes inhábil, las delegaciones y consejerías de Educación están cerradas a cal y canto como si de un curso convencional se tratara y el 1 de septiembre se empezase de forma rutinaria.
En el proceso de preparación del nuevo curso se ha observado una total falta de flexibilidad y de falta de ideas. Es un ejemplo claro que evidencia que el sistema educativo está sumido en viejas rutinas que le impiden reaccionar y adaptarse cuando la situación se complica; si la adaptación al confinamiento dejó mucho que desear, dependiendo más de la motivación y ganas del profesorado que de un verdadero plan conjunto, similar lentitud se aprecia ante los retos del nuevo curso.
Quejas y más quejas
Se ha echado a faltar claramente un liderazgo que ni el Ministerio ni las diferentes Comunidades Autónomas han querido asumir pero, igualmente, los representantes del profesorado y las familias tampoco han hecho mucho mas que quejarse y pedir, aun a sabiendas que lo que se demandaba era irrealizable (como pedir poco menos que la duplicación de las plantillas de profesorado para así poder desdoblar todos los cursos, algo imposible de asumir por unas administraciones endeudadas y agobiadas por los ingentes gastos en materia social y económica que habrán de abordar al final del verano).
Y como, aparte de criticar, hay que aportar aquí dejo algunas ideas que, aunque algunas sean desagradables y rupturistas deberían ser tenidas en cuenta. Porque si se nos llena la boca advirtiendo que la crisis de la covid-19 es histórica, que exige medidas excepcionales, habrá que ser coherente con ese discurso y afrontar el reto sanitario y educativo que se nos presenta. Como profesor de secundaria que soy (lo digo de entrada porque muchas de estas propuestas se cargan sobre los hombros de los miembros de mi profesión), aquí vierto algunas propuestas:
Aumento del número de horas del profesorado. Actualmente un profesor de secundaria trabaja 18 horas (que pueden aumentarse como mucho a 21 si el centro lo requiere) mientras un maestro de primaria trabaja 25 horas. Pues bien sería el momento fijar un horario mínimo en 21 o 24 horas semanales en secundaria y 28 en primaria. Medida similar se aplicó en la anterior crisis por parte del ministro Wert aunque con otro fin. Si en aquel momento era para poder contratar menos personal y recortar gastos, en este caso deberían mantenerse las plantillas y así tener una flexibilidad mayor a la hora de reducir el número de alumnos por grupos realizando desdobles.
Igualmente, suprimir este curso reducciones horarias como las ligadas a ciertos departamentos en especial los de extraescolares (dado que este año pocas o nulas salidas de los centros creo que se van a organizar) o jefaturas de departamento. Este año debe ser prioritario lograr que el profesorado esté con los alumnos en grupos lo más reducidos posibles. Esta sería una medida reversible en cuanto se superara la pandemia pero permitiría, con el mismo profesorado atender más alumnos haciendo factible así la apertura de los centros en dos turnos, uno de mañana y otro de tarde.
Modificación del currículum. Actualmente un alumno de primaria y secundaria como media tiene en cada curso del orden de 10-11 asignaturas de diferente carga horaria lectiva. En estas circunstancias, que el alumnado curse asignaturas de 1 o 2 horas semanales con 32 compañeros carece totalmente de sentido; si es un lujo que un sistema educativo con tantas deficiencias no se puede consentir mucho menos en estas circunstancias. Por ello, deberían fijarse una serie de enseñanzas imprescindibles y básicas por cada nivel y centrar los esfuerzos humanos en ellas. Por ejemplo algo así como Lengua Castellana, Lengua cooficial donde la hubiere, Primer Idioma, Matemáticas, Ámbito Humanístico, Ámbito Científico y Ámbito Artístico.
Agrupar asignaturas en ámbitos para que el alumnado no tenga un trasiego de 9-10 profesores diferentes. ¿Que se conseguiría con esta medida? Pues que el profesorado que impartía estas asignaturas se actuase como refuerzo de los aprendizajes básicos permitiendo desdobles. Por ejemplo que el profesor de ética o de religión se dediquen a repasar o desdoblar Lengua castellana o el de Tecnología a repasar en Matemáticas (por ejemplo si tiene cuatro horas esta asignatura, dos con un titular de Lengua y dos con el profesor de refuerzo). En esto, cada centro debería tener una completa autonomía.
Reducción del horario escolar. Un alumno de primaria pasa cinco horas al día en la escuela y un alumno de secundaria/bachillerato seis horas días. Deberían reducirse los módulos de las clases a 45-50 minutos para permitir a los alumnos salir al patio cada cierto tiempo y permitir airear y sanear las aulas. Eliminación de ciertas tareas del profesorado. Por ejemplo, las administrativas, horarios de tutorías y horas a disposición en los centros (la exclusiva que tienen por ejemplo los maestros de primaria que deben ir todas las semanas una tarde a trabajar en el centro cinco horas o las dos horas que tiene todo profesorado de secundaria) fomentando que estas tareas fuesen online por parte del profesorado con menor carga lectiva. En cuanto a las guardias, cuando falta ocasionalmente el profesorado permitir adaptar el horario para que sea posible que el alumnado la entrada sea salga antes del centro al readaptar el horario con los profesores ya presentes. Dotar de verdadera autonomía a los centros. Las diferentes administraciones se han llenado la boca hablando de autonomía de los centros y atribuyendo a directores y equipos directivos en teoría una alta responsabilidad. Pero, en la práctica, esa autonomía se ha limitado a poder fijar la hora de entrada y salida y si el gimnasio de convierte en un aula o no. Por el contrario, se debería poder organizar cada centro en función del personal de que dispone y de sus capacidades permitiendo incluso variaciones en el currículum académico de los alumnos en este curso académico excepcional.
Si las cosas van bien sería factible girar a una presencialidad completa y si la situación obliga a confinamientos, facilitaría claramente el tránsito a una enseñanza completamente online
Apostar por la enseñanza semipresencial. La presencialidad se ha fijado como un objetivo ineludible por parte de las administraciones educativas. Como principio está bien, especialmente en los cursos con alumnos en edades más tempranas (primer ciclo de primaria por ejemplo). Pero el no contemplar de forma seria la posibilidad de que las clases se puedan suspender por brotes es una irresponsabilidad y, si se diera el caso, sería volver a la casilla de salida con la que nos encontramos en marzo. Por ello hay que ser conscientes de que en ciertos niveles educativos es perfectamente factible establecer clases semipresenciales; por ejemplo en Bachillerato sería asumible que el alumnado estuviese de forma presencial sólo dos o tres días semanales al igual que en el segundo ciclo de la ESO. La semipresencialidad tendría la virtud de su flexibilidad; si las cosas van bien y están controladas sería factible girar a una presencialidad completa y si la situación obliga a cierres o confinamientos facilitaría claramente el tránsito a una enseñanza completamente online. Además permitiría liberar espacios y horas del profesorado para tender la enseñanza presencial o la misma semipresencial.
En definitiva hay que moverse; el riesgo de quedarse quieto es quedarse oxidado y nuestro sistema educativo, que ya de por sí arrastra un grave problema de herrumbre, no puede permitirse tirar por la borda un curso académico entero. Si se es capaz de hacer un esfuerzo supremo por parte de todos bien podría ser esta pandemia el punto de apoyo en la que apoyar la palanca de la inaplazable reforma que necesita nuestro sistema educativo.