Dos de la tarde del primer viernes de julio. En la terraza no me mueve ni hoja y los autobuses de la EMT suben la calle Alcalá sin casi pasajeros en su interior. Este año no toca Alicante, porque los dos deben trabajar, ella en la tienda y él en la clínica. "Nos quedaremos aquí, en casita, con la piscina de lo más apañada", dice, al teléfono, mientras limpia la mesa con el reverso de su mascarilla de Spiderman. ¡Pablo, no!, se abalanza la madre sobre la criatura, aún con el móvil en la mano. “No, maja, no. Nos quedamos”.
Misma hora, pero en el madrileño barrio de la Concepción. Los Hernández no tienen balcón donde meter siquiera un barreño. De jardines ni hablar, el edificio donde viven de alquiler no hay ni maceteros. Si hasta le parece al padre que estaban mejor confinados, porque al menos entonces no hacía tanto calor. Cuando cerraron el bar donde él trabajaba de camarero, pensó que sería poca cosa, una semana como mucho. Pasaron cuatro meses y ahí está, cuidando dos fieras que no le hacen ni casi caso, porque su mujer, a ella sí que no la echaron, hará doble turno toda la semana.
Desde la sexta planta de un edificio de oficinas, la M-30 luce algo más cargadita de tráfico, pero tampoco demasiado comparado con el de otros años. Quién pudiera subirse a un coche y salir pitando a la playa, se lamenta Óscar, mientras juega con un bote de hidrogel que tiene sobre el escritorio. Aún no le han devuelto el dinero de las entradas del BBK, así que ni festival, ni pasta, ni hostias. Cogería vacaciones, pero ya las consumió. La empresa lo obligó a hacerlo cuando todo esto comenzó.
Esperemos, eso sí, que al menos que no se estropee el aire acondicionado ni nos tosan los cuñados en la próxima barbacoa
Caben tantas personas en La Polaroid de esta semana: el dueño del bar que no llega a facturar ni el 20% de lo que sacaba en el verano pasado con las terraza; el quiosquero al que se le ha desplomado, ahora sí, la venta de periódicos y no ve nada seguro lo de marcharse al pueblo; la familia numerosa, confinada ahora por la falta de ingresos, que ve su verano casi tan aburrido como el de Manolito Gafotas en su piso de Carabanchel Alto, encerrado con su madre, el abuelo y su hermano, el Imbécil .
El primer viernes de julio marcaba antaño el pitazo, la estampida, el embotellamiento de una autovía que parecía no tener fin y la promesa de exceso tocaba a la puerta. Tanto fantansear con el verano y una vez metidos en él, nos sentimos atados de pies manos, ahogados y embozados con esos trapos de las mascarillas, ¡condenados casi!, ya no por decreto presidencial sino por la propia bancarrota: unos porque ya no tienen trabajo ni ingresos, otros porque deben recuperar el tiempo perdido durante el estado de alarma… El mucho o el poco trabajo, mientras dure, como un grillete que es mejor llevar a no tenerlo.
En un día como este, el del primer fin de semana de la temporada estival, nos zambulliremos ya no el agua tibia del mediterráneo o en la poza fresquita del pueblo, sino en el aceite hirviente del caldero en el que nos freiremos de aquí hasta que llegue el próximo rebrote. Esperemos, eso sí, que al menos que no se estropee el aire acondicionado ni nos tosan los cuñados en la próxima barbacoa.