Las relaciones entre ética y política son motivo incesante de discusión. No hace falta remontarse a los diálogos platónicos para recordar que el asunto es tan viejo como la propia reflexión sobre la política; por más que cambien o se renueven los términos en que se plantea, la cuestión resulta insoslayable. No es para menos, tratándose de un asunto con tantas aristas.
Sin duda, los juicios morales juegan un papel determinante en el foro público. En los debates políticos discutimos acerca de los fines que persiguen los distintos actores y organizaciones, si son legítimos o justos, prudentes o socialmente perjudiciales. Para ello examinamos el modo en que sus proyectos y acciones afectan a los intereses y derechos de los ciudadanos, cómo cumplen con sus responsabilidades institucionales, si buscan el bien común o ponen en riesgo aspectos valiosos de la vida social. El escrutinio de quienes nos gobiernan, o aspiran a hacerlo, implica inevitablemente examinar sus cualidades de carácter, propósitos y acciones.
En las últimas semanas, sin embargo, algunos analistas han coincidido en señalar las consecuencias negativas que acarrea la moralización de la vida pública a la que asistimos. Manuel Arias Maldonado llamaba la atención sobre el “discurso hipermoralizante” que se ha ido abriendo paso en nuestro país. Alimentado en buena medida por el malestar ciudadano tras la crisis, ese discurso ha situado las denuncias de corrupción y las exigencias de virtud en el primer plano de la agenda pública. Nada que objetar, añade, si no se hubiera convertido en estrategia partidista, a la que han recurrido Podemos y posteriormente Sánchez. Con ello se trataba de crear cierta sensación de excepcionalidad o de ‘emergencia moral’ en la opinión pública. El éxito ha sido innegable. En nombre de la regeneración de las instituciones se justificó la moción de censura y la formación del ‘gobierno de la dignidad’. La agitación digital de las redes sociales, con sus turbas indignadas y sus echo chambers, sirve de perfecto acompañamiento a esa hipermoralización de la conversación pública.
También Daniel Gascón analiza en un artículo reciente algunos de los efectos nocivos que tiene esa moralización de la esfera pública. Por bienintencionadas que parezcan, las demandas de ejemplaridad se tornan en armas arrojadizas en la lucha partidista y quien apela a razones morales suele buscar una posición de ventaja, arrogándose una pretendida superioridad moral. La ética es lo que les falta a los otros, que decía Savater. No es sólo que vean la paja en el ojo del partido ajeno y los ejercicios de hipocresía que eso trae consigo. Con la moralización del discurso se cuela o se acentúa el maniqueísmo en la vida política, transfigurada en lucha de buenos y malos. Los compromisos necesarios en la política democrática se vuelven así más difíciles y los propios términos del debate se simplifican. La gama de grises tiende al blanco y negro y el foco se desplaza de los hechos a los actores, o al cruce de reproches y denuncias entre ellos. Como sentencia Gascón, la argumentación moral crea una claridad ilusoria, que ofusca más que aclara.
Por bienintencionadas que parezcan, las demandas de ejemplaridad se tornan en armas arrojadizas en la lucha partidista y quien apela a razones morales suele buscar una posición de ventaja
Es inevitable recordar aquello que decía Max Weber sobre el “papel extremadamente fatal”, o “altamente desafortunado”, que la ética puede jugar no sólo en los asuntos políticos, sino en la vida en general. El pasaje, situado en las densas páginas finales de su conferencia sobre la política como vocación, no siempre se entiende bien. Leído apresuradamente, podría sonar a descalificación de la ética, pero la intención de Weber es más sutil.
Los ejemplos del alemán apuntan al hecho de que recurrimos a la ética para justificarnos y legitimar nuestra posición frente a otros. Como el hombre que abandona a su mujer por otra y, en lugar de aceptar que ya no la quiere, se justifica a sí mismo buscando faltas a la abandonada; de forma nada caballerosa, pretende tener razón y cargar sobre ella la culpa, además de la infelicidad. O el vencedor de una guerra, que se arroga la superioridad moral simplemente porque ha vencido y la usa para explotar a fondo su victoria. En todos los ejemplos, la ética aparece como estratagema o coartada del “mezquino vicio de querer tener siempre razón”. En lugar de buscar un arreglo razonable al conflicto, que atienda a los intereses en juego y mire hacia el futuro, ese vicio lleva inevitablemente a enzarzarse en disputas estériles acerca de quién tuvo la culpa o quién llevaba razón.
Weber tenía en mente la incierta situación de Alemania tras la Primera Guerra Mundial cuando escribía sobre la pretendida legitimidad moral de los vencedores; o de vencidos que esperaban obtener concesiones a cambio de confesiones de culpa. Pero lo que dice podría generalizarse sin dificultad a las manifestaciones de exhibicionismo moral o virtue signalling que proliferan en nuestros días. La misma pretensión de superioridad moral alienta en los múltiples gestos de afectación moral y mojigatería que vemos hoy. Detrás de lo cual siempre hay intereses más o menos inconfesables que adulteran todo el asunto, como Weber reconocía. Lo vemos en la competición partidista o en el crédito que ciertas figuras públicas obtienen con sus pronunciamientos y poses.
Hay una lección importante que deberíamos extraer de Weber. Si nos fijamos, habla del ‘vicio’ de querer tener siempre razón, cuando vicio es obviamente un calificativo moral. O sea, nos habla del vicio de aparentar ser virtuoso para obtener réditos de ello. En realidad, toda la argumentación weberiana sobre el mal papel de la ética está trufada de razones morales. Elogia la sobriedad de quien afronta los hechos sin buscar culpables o se comporta caballerosamente con sus adversarios, sin deslegitimarlos o extorsionarlos con exigencias pretendidamente morales. Como es obvio, la objetividad de quien muestra respeto por los hechos o la caballerosidad de quien respeta a su adversario cuentan para él como virtudes morales.
Si hay algo mezquino o despreciable en el mundo, son esos comportamientos que utilizan la “ética” como medio para justificarse
En cambio, denuncia una “ética” (las comillas son bien expresivas) tras la que se esconde la vanidad del actor ansioso por ganarse a su público y otros comportamientos dudosos. Al final, Weber suena como un viejo moralista. La frase con la que cierra la discusión deja pocas dudas al respecto: si hay algo mezquino o despreciable en el mundo, son esos comportamientos que utilizan la “ética” como medio para justificarse y probar que uno está del lado correcto, a fin de obtener alguna ventaja.
Ahí está el blanco de la crítica: el problema no es la ética, sino la instrumentalización de la ética al servicio de otros fines. Allí donde la ética se convierte en medio para otras cosas, sea la conquista del poder, disfrutar del aplauso del público o envanecerse con la propia superioridad, su carácter queda irremediablemente desvirtuado o falsificado. Subordinadas a la consecución de otros objetivos, las razones morales se tornan bastardas y espurias, cuando no romas. Algo que los filósofos, de Aristóteles a Kant, han recordado con frecuencia.
Hay un buen motivo para ello. Las razones morales nos ofrecen criterios últimos para guiar y valorar la conducta, la nuestra y la de los demás. En este sentido, no podemos prescindir de ellas. Tanto es así que, si criticamos la excesiva moralización de la vida pública o el mal uso de la ética, sólo podemos hacerlo a la luz de las consideraciones morales relevantes, como muestra la crítica weberiana o los análisis de Gascón y Arias Maldonado. El mal uso de la ética no se evita prescindiendo de ella; como si eso fuera posible. ¿De qué otra forma denunciaríamos el uso torticero si no es haciendo uso recto de ella? De paso, no estaría mal recordar que la ética no está para llevar razón o hacer alardes, sino que consiste en obrar bien por las razones apropiadas.