Día 72 del estado de alarma. Tocaba volver al trabajo. Me costó, y mucho. Salí a la calle con mascarilla quirúrgica puesta, hidrogel en el bolso y una blusa blanca que compré para la ocasión. El primer escollo fue el metro. Era mi intención subir, pero se me agarrotó de golpe la voluntad. Me di la vuelta y pedí un taxi desde la aplicación móvil. Llegó más pronto que de costumbre y costó mucho menos de lo que normalmente suele.
La M-30 tenía tráfico fluido, no el que tendría un lunes laborable, pero sí suficiente como para no sentirse en una distopía. Todos los conductores llevaban mascarillas, incluyendo el taxista, de quien me separaba una mampara de plástico sujeta con asas a los reposacabezas. En menos de diez minutos ya estaba en la sede del periódico.
A Las Tablas las recorría el espíritu de una mañana de verano, es decir, entre el tedio y la desolación. En una zona donde abundan los colegios y las guarderías, la 'desescalada' pinta incompleta. Cuando llegué al edificio, encontré señalizada hasta la distancia de seguridad del ascensor, pero ahí yo no vi a nadie, excepto a los compañeros de la redacción. Bueno, a la mitad de ellos. Porque así acudiremos a trabajar, por partes, para evitar aglomeraciones.
Lo encontré todo igual, aunque saqueado de personas, por no decir que recubierto de una película de hidrogel. Ahí donde mires, habrá dispensador. El asunto mascarillas tiene sus mimbres también. Me ha resultado curioso ver a mis jefes con la cara cubierta, aunque después de un par de horas dejó de parecerme algo extraordinario. Me desconcertó no encontrar las toneladas de libros apilados en el escritorio. Pensé que se habrían acumulado y no fue así.
Lo encontré todo igual, aunque saqueado de personas, por no decir que recubierto de una película de hidrogel. Ahí donde mires, habrá dispensador
Me alegró la mañana encontrar el nuevo libro de Marta García Aller. Lo trajo un mensajero, también embozado. Llegó pronto en la mañana: cerca de las diez, que eso en una redacción es algo así como la hora en la que cantan los gallos. De resto, no llegó nada más. Repasé uno por uno los libros que no me dio tiempo de llevarme a casa antes de la declaración del estado de alarma y me pareció que había pasado un siglo desde los primeros días de marzo.
El día fue abriéndose paso, amablemente. De la aprehensión de las ocho y la paranoia de las once, pasé a la relajación de las dos. En un edificio desierto el desconfinamiento es más llevadero y la fase 1 se deja colar. Ahora que lo pienso, pudo ser peor la vuelta. Sólo me pareció una fantasmagoría. Nada más.
La información cultural retoma el pulso y donde antes se celebraba un desayuno informativo, ahora hay ruedas de prensa en línea. Eso en lo que al sector editorial respecta, porque aún buena parte de museos, teatros y auditorios permanecen congelados, recubiertos casi de estalactitas. No así algunos estrenos o pases cinematográficos en línea por los que han apostado algunos distribuidores. El asunto continúa, eso sí, a medio gas.
Al hostelero le ha costado más desinfectar los cubiertos y las mesas de lo que yo he pagado por el doble de Mahou y esa ensalada
A la hora de comer, salgo a la calle. Las Tablas está semidesierta y de los seis restaurantes de la zona sólo abrió uno. No ha sido necesario esperar para poder ocupar una mesa. Es obvio que el teletrabajo se impone, porque donde antes comían oficinistas ahora tan sólo hay vecinos. Ninguno de los clientes lleva mascarilla. A mi alrededor, los comensales (parejas y un grupo de cuatro) piden gin tonics y botellas de vino. No tengo hambre y sólo quiero una cerveza, pero me genera culpa ocupar una mesa sólo por un doble de Mahou.
La camarera apenas se da abasto entre limpiar, recitar el menú, entrar y salir del local a la terraza. Y venga otra vez: desinfectar, volver a recitar el menú. Me parece que la pobre se pulveriza a sí misma en ese bucle con temperatura de verano y bochorno. Entre que ordeno la cerveza, la ensalada y pago, demoro media hora. Lo considero un milagro. Pensé que sería mucho peor. De la ensalada no he probado casi nada, pero me llamó especialmente la atención la forma en que trajeron los cubiertos: envueltos al vacío.
Vuelvo andando a la redacción con la sensación de que al hostelero le ha costado más desinfectar los cubiertos y las mesas de lo que yo he pagado por esa cerveza y esa ensalada. Son las cuatro de la tarde y no veo demasiada gente para tratarse de la fase 1. No para de dar vueltas en mi cabeza el verso de Annse Sexton que he leído mientras bebía una cerveza helada. "Mi boca florece como un corte", pienso mientras recorro el mundo con temor, como si estuviera envenenado.