No han faltado en estos convulsos días las comparaciones entre el Partido Popular y la Democracia Cristiana italiana. Al partido que fundara en 1943 Alcide de Gasperi se lo llevó por delante, cincuenta años después, Tangentopoli, un tsunami de corrupción de proporciones inconmensurables. El PP, contra toda lógica razonable, ha absorbido sin excesiva penitencia episodios de manifiesta deshonestidad individual y colectiva, protagonizados a lo largo de los años por dirigentes que actuaron en beneficio propio o del partido; o en beneficio de ambos. No es por tanto del todo adecuada la comparación. La “ballena blanca” (DC) sucumbió a causa de una podredumbre terminal. El PP no está en crisis por sus corruptelas, sino por un pertinaz ejercicio de metódica estupidez.
En estos días, el fantasma de la UCD ha sobrevolado Génova 13. La autodestrucción del Partido Popular, a cargo de unos dirigentes mitad puerilidad mitad insensatez, se había convertido, en apenas 48 horas, en una hipótesis no descartable. Ahora, hay quienes reclaman magnanimidad con los derrotados. “En España enterramos muy bien”, que dijo Rubalcaba. De acuerdo, nada de crueldades innecesarias. Pero adiós. Dejen paso. No se interpongan. Empieza la tregua, pero esto no ha terminado. No hay nada resuelto. El PP sigue instalado en la emergencia. En ese juego de pistoleros al que algunos decidieron jugar con balas de verdad. Un partido esencial para la estabilidad en manos de aficionados a la ruleta rusa. Dejen paso. Se acabaron los experimentos. Es la hora de la cordura.
No es adecuada la comparación entre el PP y la Democracia Cristiana italiana: los populares no están en crisis por sus corruptelas, sino por un pertinaz ejercicio de estupidez
60 años. Madurez. Experiencia. Si acaso, demasiado ligado a la escuela indecisa de Mariano Rajoy, que es la de Fernández Albor, la de Romay Beccaría, aunque nunca haya habido feeling entre el orensano y el coruñés. De hecho, si Alberto Núñez Feijóo no dio un paso al frente cuando en junio de 2018 Rajoy presentó su dimisión como líder popular, fue porque éste no movió un dedo para allanar al camino al barón de barones, a quien en ese momento estaba en la mitad de la tercera mayoría absoluta consecutiva en Galicia. Ni facilidades ni gaitas con el único candidato que podría haber estado au dessus de la mêlée, con el que habría sido el único aspirante en el que en ese momento habrían confluido tirón electoral y capacidad de gestión. Su decepción devino en paso atrás y en que de la pelea entre el ojito derecho de don Mariano, Soraya Sáenz de Santamaría, y María Dolores de Cospedal, saliera victorioso el que luego se demostró como el más incapaz.
Nunca hubo, entonces, una oferta firme de Rajoy. Ahora, ya no hay que pedir permiso. La situación es tan grave que el que coja la antorcha con el apoyo del partido estará ante la oportunidad histórica de refundar el PP y convertirlo en el partido liberal-conservador que necesita España. Su miedo: guerra sucia; el pasado como losa. Pero si no lo han tumbado ya (Marcial Dorado), no será fácil que lo tumben ahora. Y en todo caso, la misión bien vale el riesgo. No es aceptable en este caso el argumento de la tranquilidad familiar. Feijóo lo sabe. Como sabe que si esta vez no da el paso, su vida política, en la confortable pax gallega de la cuarta mayoría absoluta, ya no sería igual.
Es el dirigente más capacitado para ensanchar la base electoral de su partido. El PP necesita recobrar la serenidad. Hacer una oposición inteligente. En resumen, necesita un adulto al frente
Con Galicia ya ha cumplido. Galicia lo debería entender. Es más, lo que muchos en Galicia de ningún modo comprenderían es que en esta ocasión, la última, no asumiera su responsabilidad. Pero no, parece que esta vez no hay marcha atrás. La palabra clave es “España”. “Tenemos la obligación de no crearle más problemas a España”. “Esta situación de colapso no se la merecen ni los militantes, ni el partido, ni España”. Feijóo tocado en la fibra sensible, señalando prioridades, sacando la llave que tenía guardada en el cajón. Ejerciendo ya de líder redentor: "Hace cinco días vivimos un momento de convulsión dentro de nuestro partido, y de la democracia española (…) El PP es la única alternativa y por tanto tiene la obligación de encontrar de forma urgente una solución y seguir siendo el referente del centroderecha". Exacto.
Si Feijóo no existiera, el PP tendría un serio problema. No es un niñato; no desviste ningún santo, como lo desvestirían Juanma Moreno, la segunda opción, o Díaz Ayuso. Es, como quedó demostrado en las elecciones gallegas de 2020, el mejor antídoto para frenar a Vox (47,96% de los votos frente al 2,05%). Es, sin lugar a dudas, el dirigente popular más capacitado para ensanchar la base electoral de su partido. Es su momento. El PP necesita recobrar la serenidad. Hacer una oposición inteligente. En resumen, necesita un adulto al frente.
La Postdata: reinventando la Monarquía
¿Se imaginan que este monumental embrollo nos pilla con el debate Monarquía o República abierto en canal, como pretendían no hace mucho algunos? La despiadada batalla interna del PP, y las dudas que despierta un PSOE que sigue apoyándose en la muleta del independentismo, han puesto como nunca de manifiesto la crisis de credibilidad de los llamados partidos sistémicos. ¿Qué estaría pasando si además estuviéramos cuestionando a la Corona? La Monarquía es hoy un islote de sensatez, el principal referente institucional al que agarrarse.
En el Índice de calidad democrática que anualmente hace público el semanario The Economist, las monarquías parlamentarias ocupan lugares de privilegio entre las llamadas democracias plenas. Noruega (primera con una puntuación de 9,75), Suecia, Dinamarca, Países Bajos, Reino Unido… España ya no está en ese grupo. Ahora es una “democracia defectuosa”. La mala política es la responsable de la degradación. Otro índice, el de Transparencia Internacional sobre la percepción de la corrupción en 2021, nos empuja cuesta abajo: puesto 14 en la UE. Por debajo de la media. Un síntoma más de un deterioro preocupante.
En España, la Monarquía sigue siendo nuestro clavo ardiendo. A pesar de todo. Este viernes se presenta en el Senado el libro “Reinventando la tradición. Las monarquías parlamentarias en el siglo XXI”. Está editado por el Centro de Estudios de Políticas Públicas y Gobierno de la Universidad de Alcalá y Thomson Reuters Aranzadi. Plantea doce medidas con las que aspirar, recogiendo las palabras de Felipe VI, a “una monarquía renovada para un tiempo nuevo”. Doce medidas que se resumen en “liberar a la monarquía de la controversia política y dotarle de una mejor estructura de asesoramiento y supervisión, para que pueda concentrar su tiempo en desarrollar un simbolismo activo que refleje la unidad y diversidad de una democracia avanzada y europeísta”.
El trabajo está firmado por Charles Powell, Ignacio Molina y Víctor Lapuente, entre otros. No es una defensa a ultranza de la Monarquía. Es mucho más. Es un recetario para huir de experimentos irresponsables en una coyuntura, nacional e internacional, delicadísima; para consolidar, eso sí, el único punto de apoyo fiable que tenemos a nuestro alcance para renovar y reanimar la democracia.