Opinión

Gloria a Ucrania y a quienes la defienden

El presidente de Ucrania y los rusos que protestan contra Putin hacen del mundo un lugar mejor, aunque no será suficiente con su ejemplo

La semana pasada se produjo un hecho poco habitual en el fútbol, en la competición y en la vida en general. El Qarabag, equipo de Azerbaiyán, se enfrentaba al Olympique de Marsella en una eliminatoria para conseguir el pase a octavos de final de la Conference League. Hacia el minuto 30 Ibrahima Wadji, delantero senegalés del equipo azerbaiyano, estira el brazo y empuja el balón al fondo de la portería del Olympique. El árbitro concede gol, Wadji se aleja de la escena del crimen con cara de incredulidad -tal vez incluso temor- y los jugadores del equipo francés montan en justa cólera. Se dirigen al árbitro, pero no hay suerte. No ha visto la clara y exagerada mano y en esta competición no hay VAR. Guendouzi, centrocampista francés, se dirige entonces a su rival: “Hermano, eres musulmán; si no dices la verdad, Dios te castigará”. El delantero del Qarabag habla con sus compañeros, habla con su capitán, reconoce que ha sido mano; finalmente, habla con su entrenador. Éste le pregunta qué ha pasado, el delantero se confiesa y su mentor le recuerda cuál es la única salida digna. “No está bien. Tienes que hacerte responsable, habla con el árbitro”. Wadji se acerca al árbitro, confirma que fue mano, el árbitro anula el gol. Transcurrieron ocho minutos entre la imitación del infame gesto de Maradona y la redención personal de un jugador que probablemente no permanecerá en la historia.

¿Qué es lo que pasa por la cabeza de alguien para hacer algo así? Desde luego, no es sólo la fría razón. La razón diría algo como esto: El árbitro es el que tiene que decidir, tú te limitas a intentar que tu equipo gane; Ha sido muy rápido, no sé qué es lo que ha pasado; Otras veces los árbitros nos han perjudicado; Cualquier otro jugador haría lo mismo… Probablemente lo que estaba pasando por la cabeza de ese jugador no era la deliberación racional sobre lo justo, sino un sentimiento primario: la vergüenza. Es verdad que la eliminatoria se había puesto casi imposible en el partido de ida. Es verdad que antes del gol su equipo ya perdía 0-1. Es verdad que el gesto pudo haber obedecido a un cálculo racional: quedarás para siempre como un tramposo y ni siquiera servirá para pasar a la siguiente ronda. Pero el ser humano no está condenado a ser un esclavo de la razón instrumental, y la del jueves pudo haber sido una de esas raras ocasiones en las que alguien se entrega al impulso noble y se convierte en ejemplo para el resto.

La semana pasada pudimos contemplar otro acto de esa naturaleza en un contexto radicalmente distinto, dramático. El contexto es la guerra. Una guerra que ya había sido anunciada por Putin con hechos y discursos concretos, y cuya posibilidad sólo era negada por burócratas sin alma, comerciantes del sufrimiento ajeno y profetas del progreso histórico inevitable. El líder ruso comenzó la invasión de Ucrania y la acompañó de las esperadas excusas: es una guerra contra los neonazis, las autoridades ucranianas han abandonado el país.

El viernes se grabó en las calles de Kiev, la capital asediada, para mostrar que él y su equipo siguen y seguirán con sus ciudadanos hasta el final. Podría haber huido. Es lo habitual, o al menos no es raro

No hay palabras, solemos decir ante el horror de la guerra. Pero sí las hay. Siempre las hay. Hoy son éstas: 

“Buenas noches. El líder del partido está aquí. El jefe de la Oficina Presidencial está aquí. El primer ministro Shmyhal está aquí. Podolyak (asesor presidencial) está aquí. El presidente está aquí. Estamos aquí, nuestras tropas están aquí, nuestros ciudadanos están aquí. Todos estamos aquí, defendiendo nuestra independencia y a nuestro país, y aquí seguiremos. Gloria a los hombres y mujeres que nos defienden. Gloria a Ucrania”.

Volodimir Zelensky es el presidente de Ucrania. Es judío. Fue guionista, productor y actor. Antes de presentarse a las elecciones protagonizó una serie cómica en la que interpretaba a un profesor de historia que llegaba de manera inesperada a la presidencia de su país. El viernes se grabó en las calles de Kiev, la capital asediada, para mostrar que él y su equipo siguen y seguirán con sus ciudadanos hasta el final. Podría haber huido. Es lo habitual, o al menos no es raro. Habría encontrado buenas justificaciones racionales. Os defenderé mejor desde la seguridad de otro país; Me gustaría estar con vosotros, pero los intereses de la nación son lo primero; Inicio una gira de contactos con los líderes aliados para recabar apoyos y seguir resistiendo. Decidió quedarse, guiado por un impulso noble y sirviendo de inspiración para sus ciudadanos, que también están llamados a un sacrificio demasiado real.

Su mensaje seguirá llegando al resto del mundo. En Rusia continúan las protestas, no contra la guerra en abstracto sino contra el temible Putin. Algunos rusos buenos decidieron salir a la calle para exigir el fin de la invasión, renunciando así a una vida más cómoda y enfrentándose a castigos bastante probables. En el resto de Europa se precipitan los gestos inútiles pero también las acciones necesarias. Se encienden edificios con los colores de Ucrania, se estudian sanciones, se abren las fronteras de Polonia para acoger a los refugiados y se envían armas, municiones y combustible para que los ucranianos puedan resistir. Se espera algo más de sus líderes, y también de todos nosotros.

Hay un tiempo para la suspicacia y un tiempo para la admiración. Un tiempo para la queja y un tiempo para el elogio. Un tiempo para el análisis y un tiempo para el relato.

El presidente de Ucrania y los rusos que protestan contra Putin hacen del mundo un lugar mejor, aunque no será suficiente con su ejemplo. Es necesario que el deber o la vergüenza empujen a los líderes de Europa a hacer lo correcto. Quiera Dios que para entonces no sea demasiado tarde y que los justos no se conviertan en mártires.

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