A principios de los años treinta, cuando la Gran Depresión atenazaba a los países industrializados, se empezó a hacer cada vez más evidente que el patrón oro era una de las causas principales de la crisis. El patrón oro era una institución artificiosa, caduca, un artefacto institucional salido de tiempos pasados que nadie había diseñado de forma consciente. Para muchos gobiernos de la época, sin embargo, mantener la convertibilidad de su moneda se había convertido en una cuestión de prestigio. Ser un país serio requería estar en el patrón oro, por mucho que mantenerlo empujara economías enteras a la deflación y la ruina. La reputación del país a largo plazo exigía sacrificios a corto, incluso si eso implicara forzar una depresión económica sobre sus ciudadanos.
Los políticos empezaron a pensar más en lo que era necesario en ese momento, y menos en la honra nacional en un futuro incierto que no iba a llegar nunca
Por fortuna, los gobernantes en todo el mundo poco a poco empezaron a entrar en razón. El prestigio nacional a largo plazo era menos importante que la crisis económica inmediata. Sin excepción, la recuperación de la crisis empezó en todas partes cuando los países salieron del patrón oro, uno detrás de otro. Los políticos empezaron a pensar más en lo que era necesario en ese momento, y menos en la honra nacional en un futuro incierto que no iba a llegar nunca si no solucionaban los problemas del presente.
La izquierda española estos últimos años vive en algo parecido a la Gran Depresión. Desde el 2009, con el estallido de la crisis económica, tanto la vieja como la nueva izquierda parecen haber decidido que era más importante mantener y defender los símbolos, políticas públicas usos y costumbres de la mitología obrera de toda la vida antes que intentar afrontar los problemas más inmediatos de la socialdemocracia actual. El resultado ha sido una caída a cámara lenta de las fortunas electorales y políticas de los partidos progresistas, más preocupados en viejas ideas de honor y prestigio que en afrontar cambios.
Podemos hablar, por ejemplo, de la crisis de la minería del carbón, uno de esos temas eternos para cierto sector de la izquierda española. El sector lleva en reconversión desde tiempo inmemorial. En las últimas décadas el estado se ha gastado más de 24.000 millones de euros en ayudas, rescates, subvenciones, prejubilaciones y demás programas públicos. Hace unos años el gobierno del PP decidió recortar las subvenciones al sector de 855 a 655 millones anuales como parte del ajuste presupuestario. A pesar de ser una industria obsoleta, horriblemente contaminante y caduca que empleaba menos de 4.000 mineros, un nutrido grupo de plumillas, activistas y políticos de izquierda se lanzó a protestar ruidosamente esta reducción de gasto, por mucho que las minas tuvieran los días contados debido a la regulación europea. La mitología del obrero, en este caso, pudo más que cualquier racionalidad social o económica.
La izquierda española parece dedicar una cantidad desmesurada de tiempo a hablar sobre su propia pureza
Esto sería un problema menor si se limitara a los símbolos, pero la izquierda española parece dedicar una cantidad desmesurada de tiempo a hablar sobre su propia pureza estos días. Lo vimos durante las protestas del 15-M, cuando en un país con un 20% de paro los manifestantes acabaron hablando más sobre cómo mejorar la representación democrática (“no nos representan”) que a debatir medidas de gestión económica. Lo vimos durante las negociaciones fallidas del primer debate de investidura, cuando el perfil ideológico de Ciudadanos fue objeto de más debate que cualquier reforma social o política fiscal. Lo hemos visto durante la crisis del PSOE, cuando el veto a hablar con nacionalistas catalanes resultó ser más importante que poder cambiar el país desde el gobierno. Los líderes de Podemos, Izquierda Unida y el PSOE han preferido tomar decisiones basadas en salvar su honra progresista, no en la realidad del planeta tierra.
Esta clase de discusiones son especialmente frustrantes porque son debates que la izquierda tiene consigo misma, no con la derecha. Antes de la gran recesión los gobiernos de Zapatero vivían en un mundo confortable donde la izquierda aún podía fingir que el mundo no había cambiado. La burbuja inmobiliaria ocultaba los problemas estructurales de nuestra economía y la eurozona, y el PSOE se podía permitir posponer reformas. La crisis, sin embargo, hizo obvia la necesidad de introducir cambios serios en nuestro mercado laboral, sistema político, Estado de bienestar; el modelo económico debía cambiar. Los socialistas apretaron los dientes y afrontaron un brutal ajuste fiscal. Cuando intentaron ir más allá en sus reformas, el 15-M primero, y Podemos después, los tildaron de traidores a la causa de forma incesante.
La izquierda española parece dedicar una cantidad desmesurada de tiempo a hablar sobre su propia pureza
Tras la derrota socialista el 2011, la izquierda debería haber analizado dónde sus políticas públicas habían fracasado. En vez de evaluar los motivos de su fracaso, los socialistas primero, y Podemos después, se enzarzaron en un inacabable debate sobre quién era más izquierdas, quién o qué era la “casta”, y (cómo no) sobre el derecho a decidir en Cataluña. La discusión llego a extremos absurdos en la campaña de las elecciones generales, cuando en vez de discutir sobre políticas públicas Podemos y socialistas se pasaron semanas debatiendo sobre si habría o no gran coalición.
Los votantes, con cierto criterio, castigaron a ambos partidos con un mal resultado electoral en diciembre del 2015, pero que dejaba a Rajoy sin mayoría de gobierno. Lejos de comportarse como adultos, la izquierda respondió con cuatro meses de kabuki político, peleándose por la hegemonía de su menguante electorado, con Pablo Iglesias confiando cínicamente en un acuerdo con IU para mejorar tras la repetición electoral. Un nuevo castigo en las urnas, sin embargo, no sirvió para que ni unos ni otros dejaran de hablar de las esencias y la pureza de la izquierda, con el PSOE saboteándose a sí mismo para no ensuciarse las manos.
Todos estos años de pelea por mantener las esencias han acabado en fracaso
Todos estos años de pelea por mantener las esencias han acabado en fracaso. Socialistas y Podemos han dedicado todas sus energías a proteger ideas antiguas y competir por una marca cada vez más deteriorada, olvidándose que los votantes quieren que alguien les solucione los problemas, no alguien que les dé buenos discursos. Más que hablar de congresos, el IBEX, los poderosos o quién es realmente el heredero del glorioso movimiento obrero de antaño, el PSOE y Podemos deberían ponerse a discutir sobre qué van a hacer para cambiar España a mejor de una vez. De lo contrario, la derecha seguirá ganando por incomparecencia de alternativas hasta el fin de los tiempos.