Vivo cerca del mar. En el cuarto piso de un edificio antiguo. El último. Sólo unas vigas y un techo me separan del tejado. Por eso, en noches de tormenta, siento que el cielo cae sobre mi cabeza. Es como si una bestia, alimentada por el agua salada, fuera a arrancarme de la cama. Percibo hasta su aliento. Hoy ha ocurrido otra vez. No sé qué hora era. Las tres, las cuatro de la madrugada. No he querido mirar el reloj. Cuando esto pasa, lo que es frecuente en San Sebastián, cierro fuerte los ojos y trato de sobrevivir en las tinieblas. Porque, a esas horas, ya se sabe, la cabeza puede ser peor enemigo que el demonio mismo. Y más, en estos tiempos de guerra.
En mi desvelo, he pensado en cómo serán las noches para tantas y tantos, a 3.179 kilómetros. La distancia exacta que me separa de Kiev y que no es mucha, en realidad. Mi negrura desaparece cuando la luz se cuela por la rendija de la ventana al amanecer pero, en Ucrania, hace demasiados días que no sale el sol… aunque algunos se esfuercen por abrirle hueco entre los nubarrones.
Es el caso de Alex Hook, un padre de familia ucraniano, convertido, ahora, en soldado y en portada de digitales por encontrar tiempo en la batalla para grabarse bailando y colgar, después, esos videos en TikTok. Forma parte del lenguaje secreto que Putin no ha podido arrebatarle y que emplea con su hija de cinco años para decirle, entre bomba y bomba, que sigue vivo. Su cuenta en esta red social acumula ya millones de “me gustas”. Acabo de revisarla mientras escribo estas líneas y hace una semana que no publica nada. Me imagino a su pequeña actualizando la página cada segundo. Esperando ansiosa un nuevo baile de su papá mientras sobrevive en las tinieblas.
“Que comprenda que es real, que es una cosa que está pasando en este momento, pero que no le provoque una angustia que no pueda tolerar”
Cuando la vida aprieta, los padres son capaces de parar el viento por sus retoños. De dotarse de súper poderes si hace falta para explicar lo que supone una invasión a alguien que nunca ha oído hablar de misiles. “Hay que contarle la realidad con un mensaje o una manera de explicar que se ajuste a su edad para que lo pueda entender.” Me ha dicho Daniele Cipriano, psicólogo. “Que comprenda que es real, que es una cosa que está pasando en este momento, pero que no le provoque una angustia que no pueda tolerar.”
Subido a un autobús que le aleja del horror, Mark luce gorro de lana y pompón, mira a cámara con ojos claros y acuosos y repite el cuento que le han narrado para evitarle mayor sufrimiento: “Hemos dejado a papá en Kiev. Papá venderá cosas y ayudará a nuestros héroes.” Se frota las lágrimas y continúa. “Ayudará a nuestro ejército. E incluso, podría pelear.” Esto último lo añade al tiempo que su mirada rota se pierde más allá del ventanal de un autocar que avanza sin rumbo. Es sólo un pequeño inocente, protagonista involuntario de las noticias.
“La vida de un niño –sostiene Cipriano- tiene que desarrollarse en un entorno de seguridad, por tanto, no hay una manera de vivir esto que no evite el trauma, la angustia, la sensación de incertidumbre y de miedo. No la hay.”
“No la hay”. Tres palabras. Tres, que definen perfectamente este drama humanitario para el que no hay respuestas. Ya son más de un millón, según las últimas cifras, los niños que han salido de Ucrania. Y si hay una imagen que refleja este éxodo terrible, es la que palpita, desde hace días, en mi cabeza. La habréis visto, seguro. La de un niño completamente cubierto para combatir el frío, que camina sólo, arrastrando los pies como si llevara cadenas en los tobillos, con una bolsa de plástico transparente colgando de una de sus manos, en la que alcanzo a ver lo que parece un pingüino de peluche. Y llora… y llora… y llora… Un llanto largo y descarnado, mientras navega por miedos e inquietudes inimaginables. Demasiado pequeño para la guerra, demasiado mayor para la huida.
Lo escribió Dickens. “Era la época de la luz, era la época de las tinieblas.”