A principios del mes de octubre, Facebook, Instagram y WhatsApp dejaron de funcionar durante casi un día entero. La empresa no ha ofrecido una explicación clara de lo que motivó ese grave problema de funcionamiento. Y lo más sorprendente, ninguna organización internacional o gobierno le ha obligado a rendir cuentas. No es la primera vez. ¿En qué posición quedan los ciudadanos? Pueden cambiar de compañía, claro, y algunos han tenido ocasión de comprobar lo adictos que son a determinadas aplicaciones, pero ¿y si se cayera el sistema? Hemos aceptado que Internet sea controlado por empresas privadas casi sin rechistar, primero por ignorancia (muchos ni siquiera lo saben), segundo porque tampoco nos fiamos de los gobiernos (en algunos casos con motivos) y en tercer lugar porque desde su origen ha sido así por lo que ahora resulta difícil cambiarlo. Sin embargo, sería como si todo el espacio aéreo y las carreteras del mundo estuvieran en manos de cuatro o cinco empresas.
Desde hace años, día a día, paso a paso, casi sin darnos cuenta nos hemos vuelto más dependientes de Internet, no sólo en nuestras “redes” (que nos atrapan) sino también por parte de gobiernos y empresas. El lema es: o estás “on line” o estás “out”. Internet y la tecnología se han convertido en los nuevos dioses que acuden prestos a solucionar todos nuestros problemas aunque no les hayamos pedido ayuda. Los servicios públicos y las empresas ya no apuestan por mejorar la capacitación de sus recursos humanos y sus procesos internos; todo se fía ahora al nuevo maná milagroso: la “digitalización”. Lo curioso es que este cambio social, probablemente el más importante de la Historia, no se ha votado en ningún parlamento ni forma parte de las campañas electorales. La mejor dictadura es la que consigue que hagas lo que otros quieren pensando que es decisión tuya.
¿Quién manda en realidad? El filósofo griego Polibio describió las seis etapas del ciclo del poder: monarquía-tiranía-aristocracia-oligarquía-democracia-oclocracia. Hoy cabría añadir una séptima: la tecnolocracia, una forma de gobierno donde la tecnología es un fin en sí mismo sujeto a sus propias reglas que no se sabe quién impone y controla. Aunque todavía existan seres humanos que supuestamente dirigen y controlan la tecnología, este grupo es cada vez más reducido y no rinde cuentas a la sociedad ni es elegido en unas elecciones. Quien crea y controla la tecnología domina el mundo. Pero ¿quién elige a los tecnolócratas?
Lo cierto es que ni siquiera los gobiernos y las empresas, que gastan millones en ciberseguridad, están seguros frente a un "virus" o a un "error" informático
Lo cierto es que la total dependencia de Internet nos hace increíblemente vulnerables: la red se puede caer, volverse incontrolable, convertirse en una amenaza en sí misma, los "firewall" pueden ser la puerta de entrada para destruir el sistema. Ahora, además de policías, abogados y médicos, debemos tener cerca un "hacker" capaz de curar lo que hacen otros "hackers". Estás sujeto a todo tipo de ataques de "trolls" troyanos o "malware". Te hacen sentir mal por no cambiar "cada contraseña" todos los meses o por haberla puesto demasiado fácil cuando lo cierto es que ni siquiera los gobiernos y las empresas, que gastan millones en ciberseguridad, están seguros frente a un "virus" o a un "error" informático. ¿De qué vale votar cada cuatro años si no controlamos lo que pasa en nuestro teléfono móvil u ordenador?
No es solo que te roben los datos privados es que nos han llevado con la venda en los ojos a un nuevo potencial paraíso que en realidad es un sitio inseguro que facilita la vida a los amigos de lo ajeno que pueden ahora sembrar el caos con solo apretar un botón desde el sillón de su casa. Pero tampoco los hackers están a salvo de los efectos secundarios de los procesos que desencadenan o de los peligros de la "red" y de las innovaciones tecnológicas. Lo que empieza siendo un juego puede acabar provocando el apagón de su propia ciudad. Al final nadie tiene el control de un sistema cada vez más autosuficiente y complejo donde el ser humano acabará resultando prescindible. Clayton M. Christensen afirmó en 1997 (The Innovator’s Dilema) que la tecnología ya no acompaña el proceso evolutivo humano, como antes, sino que determina cambios radicales en nuestro comportamiento que exigen casi partir desde cero cada día.
Lucha de clases digitales
Del mismo modo, al ser transversal también barre las diferencias ideológicas clásicas. Una persona puede ser tecnoprogresista y estar reforzando el poder de las elites…, mientras otra puede ser tecnoreaccionaria, pero al mismo tiempo defender el medio ambiente y luchar contra el cambio climático…. Al tiempo que nos lleva al futuro, nos retrotrae a la Edad Media, a la época de los señores y los vasallos… digitales. El precio de no estar a la última puede ser quedarse fuera del sistema, en el duro exilio del no-conectado. No es la raza, el sexo, la riqueza material o la clase social lo que más distingue al individuo hoy, sino su grado de compromiso o implicación en el mundo digital. Las clases sociales hoy se identifican según su relación con la tecnología: los controladores/diseñadores son clase alta, los que se resisten son los excluidos o vasallos, y entre ellos sobrevive una suerte de clase media según su grado de implicación y dependencia. Esta nueva lucha de clases acabará cuando un día descubramos que existen otras máquinas, paradójicamente creadas por nosotros mismos, que nos superan en todo y que incluso pueden ser mejores profesores, conductores, padres o parejas: nuestra última invención.
La única solución es crear un Organismo internacional que regule el tráfico y establezca normas «iguales para todos»
¿Es este el mundo que queremos? ¿Alguien nos ha pedido nuestra opinión? Conviene apelar una vez más al principio nulla ethica sine finibus y más en concreto a la relación de la tecnología con la ética y la igualdad. Si dejamos que los cambios tecnológicos y económicos se desarrollen autónomamente sin ningún control ni criterio moral o social que los guíe, caeremos en «la vieja e insensata forma de enfocar la tecnología: si funciona, prodúcelo. Si se vende, prodúcelo. Si nos hace fuertes, constrúyelo» (A. Toffler). No podemos someternos pasiva y acríticamente a un desarrollo cada vez más acelerado y con crecientes amenazas y sombras. Si la tecnología avanza desprovista de una moral consensuada, se romperá el equilibrio civilización-naturaleza, lo que pondrá en peligro la propia evolución o supervivencia humana.
Si no queremos que un nuevo Marx predique la revolución de los vasallos digitales, la única solución es crear un Organismo internacional que regule el tráfico y establezca normas «iguales para todos», con posibilidad de imponer sanciones para los incumplidores sean de Estados o de empresas. Existen Convenios de las Naciones Unidas en materia de armas convencionales o diversidad biológica. ¿Por qué no un tratado de no proliferación de armas tecnológicas o contra el tráfico de datos? Acordemos entre todos los límites del juego tecnológico.
Y en todo caso, por si acaso, mantengamos un plan B, un sistema de seguridad, comunicación y control no conectado a la red, para activarlo en caso de que ésta nos atrape, sobre todo para sectores e infraestructuras claves de nuestra seguridad o economía. Es preferible soportar la imperfección humana (que al menos es nuestra) que la supuesta perfección ajena. Todos recordarán la película Terminator…