Prácticamente en toda Europa occidental se está exigiendo el certificado o “pasaporte” covid-19 para un número cada vez mayor de actividades. Usted no puede entrar en Portugal sin ese certificado. Tampoco en Francia. En Italia han inventado un “super pasaporte” sin el cual no puedes hacer prácticamente nada salvo ir en autobús o en metro, o ir a trabajar. Así en muchos sitios más. En España, sin embargo, andamos metidos en un pantanal de 17 autoridades distintas, y en unos sitios funciona de una manera y en otros de otra; intervienen los jueces, intervienen los políticos, interviene todo el que puede, las normas cambian a más velocidad de la que podemos asumir y el resultado es que el famoso pasaporte acaba por no servir para nada.
¿Y para qué sirve, vamos a ver? Yo creo que, en lo esencial, sirve para una cosa, pero es importantísima: empujar a la gente que no se ha vacunado a que lo haga inmediatamente.
En estos días, en Austria y Alemania (y en más sitios), arrecian las manifestaciones de los locos antivacunas y de los negacionistas. No es difícil de entender. Llevamos dos años de angustia, de encierros y confinamientos, de restricciones y mascarillas, de economía a medio gas. Muchísima gente está –me incluyo, aunque poco– bastante harta. Es lógico. Y nunca falta un hato de sinvergüenzas que trate de sacar partido del hartazgo de los demás. Reclaman estos cabrones, atizando manifestaciones callejeras, la libertad de no vacunarse. Son, naturalmente, la extrema derecha, quién iba a ser si no. Y tienen, en Alemania, los santos nísperos de ponerse en el abrigo una estrella amarilla, diciendo que a los no vacunados se les trata como a los judíos durante el Holocausto.
La vacuna salva vidas, eso está mil veces demostrado. Lo que mata no es la vacuna sino la negativa a ponérsela
No, no, no, vamos a ver. Un momento. Es exactamente al revés. Lo que estos malnacidos deberían ponerse no es una estrella amarilla sino la cruz gamada. Porque la negativa de cada cual a vacunarse supone una amenaza cierta, tangible, real, para todos los demás, lo mismo que la Gestapo. La vacuna salva vidas, eso está mil veces demostrado. Lo que mata no es la vacuna sino la negativa a ponérsela. Comparar a los no vacunados con los judíos del Holocausto es una aberración, una traición a los hechos –a los del pasado y a los de hoy– que sí merecería, creo yo, la actuación de jueces y fuerzas de seguridad.
Hace muchas décadas que se corrompió, se pervirtió, se prostituyó el significado de los términos “libertad” y “liberalismo”. En el siglo XIX, por ejemplo, los liberales eran una fuerza de progreso que intentaban sacar a la sociedad del absolutismo, de la tiranía. Sus adversarios eran y se llamaban a sí mismos “conservadores”. En España, durante casi todo aquel siglo y parte del pasado, se reclamaba la “libertad de enseñanza” para que los niños pudiesen no ser educados por la Iglesia católica, que entonces controlaba todo el sistema educativo. Y se pedía también “libertad religiosa”; es decir, que fuese posible y legal creer en otra cosa que no fuese el catolicismo romano. Por eso, el liberalismo era una doctrina peligrosa muchas veces condenada por la Iglesia.
Ahora es al revés. Ahora “libertad de enseñanza” significa que los padres puedan meter a los críos en un centro en el que se les da catequesis, no información objetiva sobre el hecho religioso. Es decir, todo lo contrario de lo que sucedía antes. Ahora pedir “libertad religiosa” es exigir que se defienda y se ampare la propagación de una confesión religiosa que en nuestro país, hasta hace cincuenta o sesenta años, era la única permitida y, por supuesto, obligatoria. De nuevo: todo lo contrario de lo que pasaba antes. Ahora el liberalismo es sinónimo de conservadurismo. De las feroces críticas del franquismo al “falaz liberalismo trasnochado”, críticas nacidas en los sistemas totalitarios, hemos pasado a ver cómo los conservadores se definen a sí mismos como liberales y defensores de la libertad. Eso es perfectamente legítimo, pero no conozco ninguna palabra en nuestro idioma a la que se le haya dado la vuelta, como a un calcetín, tan radicalmente.
Gente ignorante, fanática y desquiciada que, como vive en el primer mundo, puede permitirse el inaudito lujo de negar no ya las vacunas, sino la realidad, porque resulta que esto es una democracia
Y ahora la ultraderecha europea exige la “libertad de no vacunarse” y dicen que a los no vacunados (porque no les da la gana) se les trata como a los judíos en los tiempos de Hitler. Hace falta ser canalla.
Miren ustedes, yo ya no tengo amigos negacionistas de las vacunas. Ninguno. Resulta que tenía cinco o seis y no lo sabía; algunos se han muerto y yo he cortado los puentes, consciente y deliberadamente, con todos los demás. Por ahí no paso, se acabó. Me subleva esa gente que en nombre de sus creencias, de su fe, de sus conspiranoias, de sus magufadas de todo género, de sus ansias de llamar la atención y destacar en el grupito de frikis al que pertenecen, ponen en riesgo no ya su vida, sino la mía y la de todos los demás. Gente que, como dice Héctor de Miguel en un breve e insuperable vídeo que pueden ustedes ver aquí, se preocupa solo de ellos mismos, de sus delirios y sus ensueños, y no de los demás, que les importamos un puñetero rábano. Gente ignorante, fanática y desquiciada que, como vive en el primer mundo, puede permitirse el inaudito lujo de negar no ya las vacunas, sino la realidad, porque resulta que esto es una democracia y aquí se respeta no ya a los demás sino a las ideas o creencias de los demás, sin pararse a mirar antes si esas ideas o creencias ponen en riesgo la vida o la salud de las personas. No, se acabó. A esa tropa, es que ni agua. Lo repito: ni agua.
Hagan ustedes, si pueden, una prueba. Busquen negacionistas o creyentes antivacunas en los países en que esa inyección que te salva la vida si te contagias de la covid no es una opción, ni una obligación, ni un derecho siquiera, sino un privilegio al alcance de muy pocos. Es más de la mitad del planeta. Busquen, busquen; a ver qué encuentran.
Esa gente es peligrosísima. Para ellos mismos, sin duda, pero también para usted que está leyendo esto, para sus hijos, para sus amigos, para mí. Para toda la sociedad
Si Pedro Sánchez puede volver a establecer la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores, y eso rige para todos los habitantes de este país, vivan en la Comunidad en que vivan, también puede establecer la obligatoriedad del certificado covid. Pues que lo haga. Inmediatamente. Abogados y letrados tiene que le asesorarán en las sutilezas legales. Que lo haga Sánchez, que lo haga Ayuso cuando le suceda y que lo hagan todos los que vengan detrás.
Pero que lo hagan para todo. No solo para ir a bares y restaurantes, o al trabajo. Que sea necesario para ir a comprar el pan. Para subirse a un taxi. Para andar por la calle, caramba, ¡para ir al baño en tu casa! ¿Es eso acoso a los fanáticos antivacunas? Pues a lo mejor sí lo es, pero les juro a ustedes por la memoria de mi madre que a mí no me importa en absoluto. En lo más mínimo. Porque esa gente es peligrosísima. Para ellos mismos, sin duda, pero también para usted que está leyendo esto, para sus hijos, para sus amigos, para mí. Para toda la sociedad.
Estoy perfectamente dispuesto a debatir, con toda serenidad y comedimiento y muchas sonrisas cordiales, con los antivacunas y los negacionistas y los bosés y todo género de frikis y magufos. Pero después de que se hayan vacunado. Nunca antes. Vamos, es que ni por teléfono. Cuando la suya sea una chifladura personal y demagógica, pero ya inofensiva, hablamos de lo que sea.
Hasta entonces, lo que decía hace unas líneas: que se pongan un brazalete con la esvástica. No con la estrella amarilla de los judíos: con la esvástica. Aunque una calavera pegada en la frente tampoco les vendría mal, ahora que lo pienso. Bien grande.