Opinión

Hawking, al volante de un Ford Zephyr

Aunque muchos afirmaran que Hawkings era en sí mismo un milagro, él se aferraba a sus argumentos. Los milagros no son compatibles con la ciencia. Y él, claro, era un hombre de ciencia

  • Stephen Hawking falleció esta semana, en su casa de Cambridge.

Aún eran lo bastante jóvenes para creerse inmortales. Así lo recuerda Jane Hawking en Hacia el infinito (Lumen), un agrio volumen en cuyas páginas relata su vida junto a una mente brillante, ese atributo que poseen los instrumentos precisos. Brillan los diamantes y los bisturíes. También las hojas afiladas que se usan para rasgar el paño que cubre la verdad. A juzgar por lo que cuenta en aquellas memorias, a Stephen Hawking parecía dársele muy bien ambas cosas: alumbrar y desgarrar. El asunto sin embargo, no es ése. O no directamente ése.

La esclerosis que le habían diagnosticado a Hawking en el hospital de Saint Bartholomew se manifestaba en aquellos primeros años como crisis alternadas con episodios de relativa normalidad. El que narra Jane Hawking en Hacia el infinito (Lumen) era uno de esos. Ocurrió en 1963. Cuando todavía eran novios, Stephen llevó a Jane hasta Cambridge. Él conducía el Ford Zephyr de su padre. Ella iba aterrada por su forma de conducir. "Parecía utilizar el volante para alzarse y ver por encima del salpicadero. Yo apenas me atrevía a mirar a la carretera, pero Stephen parecía mirarlo todo salvo la carretera". Llegaron vivos y puede que no precisamente gracias a un milagro.

Despojado de la certeza de un Dios, del elemento compensatorio y hasta cierto punto analgésico que supone, Hawking se movía sobre una silla de ruedas como quien conduce un Ford

En su libro El gran diseño, el astrofísico afirmó que el Universo puede crearse "de la nada, por generación espontánea", lo que convertía a Dios en una idea innecesaria para explicar su origen. El big bang es consecuencia única de las leyes científicas de la física, el resto son explicaciones falibles, insuficientes, inexactas. Son eso: creencias. Trocitos inconexos en un conjunto todavía mayor. Hawking publicó ese ensayo en 2010, cincuenta años después de aquel paseo al volante de un Ford Zephyr con su ex mujer Jane –Hawking la abandonó por una de sus enfermeras– y desde que los médicos diagnosticaran que su enfermedad no le permitiría llegar vivo siquiera para defender su tesis. Como mucho, le quedaban dos o tres años. Se equivocaron, el astrofísico vivió hasta los 76.

Cuando su padre, un biólogo experto en la investigación de enfermedades tropicales y catedrático de la universidad de Oxford, le preguntó al mayor de sus cuatro hijos qué estudiaría, Stephen contestó que optaría por las matemáticas y la física. Las ciencias naturales le parecían demasiado inexactas. A juzgar por el diagnóstico que recibió de sus médicos, al joven cosmólogo no le faltaba razón. Aunque muchos afirmaran que Hawkings era en sí mismo un milagro, él se aferraba a sus argumentos. Los milagros no son compatibles con la ciencia. Y él, claro, era un hombre de ciencia.

Stephen Hawkings tenía el humor de los ateos, de los que no esperan nada, de los que saben lo que hay

Despojado de la certeza de un Dios, del elemento compensatorio y hasta cierto punto analgésico que supone la elección de una fe, Hawking se movía por la vida sobre una silla de ruedas. Lo hacía como quien conduce un Ford, a toda velocidad. No sólo porque expuso teorías que cambiaron la física sino, todavía más, por las ingeniosas y ácidas respuestas que ofrecía ante las cuestiones que se le planteaban. Stephen Hawkings tenía el humor de los ateos, de los que no esperan nada, de los que saben lo que hay. La voz del software que le permitía hablar era la misma del programa original de los años ochenta, época en la que se sometió a una traqueotomía que lo dejó definitivamente sin habla. Jamás la cambió. Moduladas con esa voz robótica y metálica, sus frases llenas de sarcasmo se convertían en algo más agrio, más descreído, más escéptico. Esa capacidad de reír que confieren algunas certezas, la inexistencia de Dios una de ellas.  

“La Humanidad es tan insignificante si la comparamos con el Universo, que el hecho de ser un minusválido no tiene mucha importancia cósmica”, dijo

La muerte de Stephen Hawking ha creado una lluvia de babosas e improvisadas ternuras. En estos tiempos en los que la enfermedad y la muerte sólo parecen importar en tanto puedan cubrirse con un manto de superación y tranquilizadora gesta, Hawking parecía más valorado por el hecho de seguir vivo en las condiciones en las que estaba, que por sus teorías sobre la singularidad del Universo, el big-bang o explosión original del cosmos, y los agujeros negros, que revolucionaron la física del siglo XX y completaron muchas de la hipótesis de Albert Einstein. Hawking sólo esperaba ser recordado por eso, no por haber sobrevivido a una enfermedad degenerativa. "La Humanidad es tan insignificante si la comparamos con el Universo, que el hecho de ser un minusválido no tiene mucha importancia cósmica", dijo en más de una ocasión.

Al volante del Ford Zephyr de su padre, Stephen parecía mirarlo todo salvo la carretera, tal y como recordaba Jane en aquellas memorias. Quizá justamente por ese motivo llegaron vivos a Cambridge en aquel viaje. Quizá por esa razón Hawking era capaz de avanzar por la vida llevándoselo todo por delante: la enfermedad, los límites propios y los del universo, los afectos familiares, las creencias religiosas. La realidad objetiva -escalada en su conjunto, como una carretera en medio del campo- adquiere la contundencia de una risotada. Es un hecho rotundo que escapa a los milagros y a la punta roma que tienen algunas palabras incompatibles con la ciencia. Y él, claro, era un hombre de ciencia. Eso era Hawking, alguien al volante de un Ford Zephyr. Alguien que, sujeto a las certezas, pasó por la vida tocando el claxon del sarcasmo luego de llevarse a Dios por delante. 

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