¿Quién no lo ha hecho? Atravesar de un salto, un día, a una hora, en una estación concreta, de una ciudad cualquiera, pongo Madrid, las puertas de un vagón de metro. Que suene un pitido fuerte y se cierren de golpe. Recorrer la estancia con una mirada panorámica. Escudriñar los rostros. Las vestimentas. Fijar la vista en la persona que duerme. En la que se aferra a su teléfono. En la que apoya un libro sobre las rodillas y agacha su cabeza apurando unas páginas antes de llegar a su parada. Encontrar un asiento apartado, más necesario todavía en estos tiempos de pandemia, y estirar la oreja hasta quedar atrapada en una conversación ajena. Y después de todo eso, pensar: si hubiera cogido otro tren y no éste, jamás me hubiera visto rodeada de esta gente. Jamás esta escena, tal cual, se hubiera producido.
Porque, ¿quién no se ha preguntado alguna vez qué habría sido de su vida si en vez de determinada decisión, hubiera tomado otra? ¿Si en vez de clavar sus ojos en un determinado joven, una noche loca de discoteca, los hubiera fijado en otro? Y así podría seguir y seguir. Porque cada segundo que transcurre, cada gesto que realizamos, cada paso que damos, cada palabra que pronunciamos, cada mensaje que enviamos, hasta el suspiro más imperceptible, puede cambiar, por completo, el guion de nuestra propia película.
Él también debía haber embarcado en el Villa de Pitanxo junto a sus 24 tripulantes. Debía haber estado surcando unas aguas cuya crudeza conoce bien
Hoy he pensado mucho en los caprichos del azar tras hablar con Santiago López. Su nombre ha saltado, estos días, a los periódicos por ser ejemplo de dicha en mitad de la fatalidad. Su acento cerrado y marcado delata a este gallego curtido a base de golpes de mar. Su voz suena herida. Sus respuestas son breves, escuetas, suben y bajan como las mareas. No es para menos. Él también debía haber embarcado en el Villa de Pitanxo junto a sus 24 tripulantes. Debía haber estado surcando unas aguas cuya crudeza conoce bien. “Faenar allí es duro -asegura- pero si no ¿quién va a traer el pescado y el dinero para comer?”.
Cuántas veces se habrá hecho Santiago esa pregunta para cerciorarse de que, pese a todo, estaba en el oficio en el que tenía que estar. Contaba sólo 16 años cuando se enfrentó a Terranova por primera vez. Era apenas un chaval incapaz de predecir que en ese mismo lugar salvaría su vida. Porque estando allí, en Canadá, hace sólo cuatro meses, en noviembre, reparando una avería en este pesquero famoso ahora por la tragedia, se le fue el pie y se torció la rodilla. A su regreso, quedó varado en tierra sin poder embarcar en nueva travesía. “Un esguince te ha librado de la muerte”, le digo y él traga saliva consciente de su suerte. Del giro de su historia.
“La posibilidad de no volver no está solo en Canadá. Los accidentes pasan en todo el mundo.” Contesta con la serenidad que sólo alcanza el hombre esculpido por fieras tempestades, en terribles tormentas
Hacía unos días habló con sus compañeros. Les faltaba poco, explica, para volver a casa y pisar suelo firme después de duras jornadas al vaivén de unas olas que crecían por encima de los diez metros. Bestias impredecibles con las que estos lobos de mar están acostumbrados a lidiar. Los marineros siempre dicen que no tienen miedo sino respeto por un enemigo que, súbitamente, te lanza un zarpazo feroz y mortal. ¿Sois conscientes - le pregunto con cierto reparo- de que cuando vais a esa zona a faenar, puede que no volváis nunca a casa, a ver a vuestra familia? “La posibilidad de no volver no está solo en Canadá. Los accidentes pasan en todo el mundo.” Contesta con la serenidad que sólo alcanza el hombre esculpido por fieras tempestades, en terribles tormentas.
¿Qué hubiera sido de Santiago de no haberse torcido la rodilla? Carece ahora de sentido elucubrar, no lleva a ningún sitio interrogarse. Resulta inútil analizar las causas o las circunstancias de por qué las cosas ocurren de una forma y no de otra. Suceden y ya está. Al final, tenemos que aferrarnos a la idea de que todo pasa por algo. Y que en este instante yo esté tecleando estas líneas en el ordenador mientras el café se enfría en mi mesa de cristal y un pedazo del sol se cuela por la ventana de casa, tiene un sentido. Todavía no sé cuál. Pero, lo tiene. Y con eso me quedo. Con eso y con lo que escribe May Sarton en Diario de una soledad: “Vive cada momento del día como si fuera el primero y el último, dándote a él con todo tu ser.”