Hubo un tiempo barcelonés en que a Pepe Rubianes se le podía encontrar todas las noches en la barra del bar Raval, hoy convertido en un moderno restaurante de ultratumba. Allí fui a entrevistarlo a principios de los noventa para mi primera práctica en la facultad, un reportaje sobre el cine catalán de la época. Entre tragos, y a contramano de las reiteradas postillas de su compinche Carles Flaviá, Rubianes me habló de lo “flojas” que le parecían, en general, las comedias de los Pons, Bellmunt y compañía. Dado el temperamento del personaje, tan sólo era cuestión de tiempo que se viniera arriba. “Vamos, que ni puta gracia. ¿Y de eso quieres hablar? ¡Pero si son una catástrofe, hombre! Lo sabré yo, que salgo en alguna. Aun te diré más: pese a la caspa desarrollista y toda la polla, me parecen más importantes, y por supuesto técnicamente superiores, las películas de Iquino [La zorrita en bikini, Busco tonta para fin de semana, Esas chicas tan pu…] o Lazaga. Los dos catalanes, por cierto”.
Ése (también) fue Rubianes, una gozosa anomalía en la mustia escena local, el indómito monologuista que reinventó la onomatopeya, el sicario disfrazado de cura que liquidó a Vaccarizi (¡bang!), el showman que anudó palabra y gesto en un inmortal aventis, el único catalán, junto con Boadella, que se atrevió a ridiculizar a Pujol y el pujolismo sobre las tablas, uno de los escasos artistas-e-intelectuales del lugar por los que se filtró la Barcelona mestiza, granuja y putañera a la que cantaron Peret, la Platería y el Gato.
Precisamente por su naturaleza extemporánea, los efectos que el achique nacionalista obraron en él fueron más devastadores que en aquellos individuos que, por decirlo magnánimamente, sólo exigieron un levísimo retoque para ingresar en Nosaltres SA. Como es sabido, el epítome de su penosa sumisión a la tribu (fraguada entre Buenafuentes, Solers y Oms) fue aquel exabrupto contra España del que, parafraseando a Perón en su anatomía del ridículo, nunca regresó. En sus penúltimos días, culminada ya la asimilación al mismo pujolismo en que tanto se había ciscado, era ya el guiñol de sí mismo. Y su vida, un resumen perfectamente asimilable al sobresalto sentimental que gobierna el Ayuntamiento. En su afán redecorativo, la alcaldesa ignoraba que la placa que suple a la del facha Cervera no es (sólo) la de Rubianes; es también la del facha Albá, la del facha Llach, la del facha Mainat. Y es que todos somos Rubianes.