Basta un repaso a la prensa de las últimas semanas para ver que los términos ‘identidad’ e ‘identitario’ están en boca de todos. Han sido utilizados con profusión en los análisis y comentarios sobre las elecciones catalanas del 21 de diciembre, donde no han faltado las menciones a ‘sentimientos identitarios’, ‘argumentos identitarios’, ‘voto identitario’, ‘choque de identidades’ y expresiones similares que el lector recordará. El asunto de la identidad parece un factor clave a la hora de interpretar la actual crisis catalana. Nada sorprendente, por otra parte, pues el nacionalismo constituye una de las formas más vigorosas de eso que ha dado en llamarse ‘políticas de la identidad’.
Tan familiarizados estamos con el uso contemporáneo de la identidad para referirnos a ciertas características socialmente relevantes de las personas (como la etnicidad, nacionalidad, género, religión u orientación sexual, entre otras) que olvidamos que es relativamente reciente. Por poner un ejemplo, este uso no figuraba entre las acepciones del término hasta la vigésimo segunda edición del Diccionario de la Real Academia en 2001; anteriormente sólo aparecían cosas como la igualdad algebraica, la cualidad de idéntico o el carné de identidad. La identidad de alguien era aquello sobre lo que podíamos equivocarnos cuando lo confundíamos con otro, como ocurría con el falso culpable de algunas películas.
Pero, ¿qué es un argumento (o una reivindicación o un voto) identitario? Si decimos que apela a la identidad de un grupo, señalando por ejemplo que una determinada política protege o atenta contra su identidad, no hemos avanzado gran cosa. Pese a su popularidad, lo más desconcertante de la identidad en su sentido reciente es su carácter elusivo, nebuloso. En general, quienes escriben sobre ello asumen que el lector tiene alguna idea de lo que quieren decir y rara vez se molestan en explicarlo. Y eso vale igualmente para la literatura académica y de forma especial para mi gremio, el de los filósofos. Como algún estudioso ha observado, la noción de identidad parece referirse a algo tan obvio y complejo a la vez que resultaría poco menos que inefable. Mala cosa si buscamos claridad.
Las apelaciones a la identidad funcionan como un tapón argumentativo, a modo de blindaje frente a la crítica y la discusión"
Rastreando en la historia del término, sabemos que el uso reciente se forma en las ciencias sociales, a caballo entre la psicología y la sociología, y es habitual atribuir su popularización al psicoanalista Erik Erikson, quien acuñó la expresión ‘crisis de identidad’. Erikson tampoco dio definición alguna, pero sí alguna pista cuando señaló que la identidad conecta ‘el núcleo del individuo’ con el ‘núcleo de su comunidad’ o grupo de pertenencia. La clave de la noción de identidad radica en ese doble aspecto, a la vez social y personal. Hablamos de identidades en relación con etiquetas sociales que aplicamos a grupos o categorías de personas y que operan como marcadores sociales. Pero la identidad también se refiere a aquellos rasgos que la persona considera relevantes o valiosos a la hora de definirse. Es la conexión de ambos aspectos lo que convierte a la identidad en un poderoso resorte y donde cabe localizar algunos de los problemas que entraña.
Sabemos que las características de grupos y comunidades son cambiantes, dependientes de las circunstancias, cuando no son recreadas o inventadas, y suelen ser objeto de interminables disputas entre los propios miembros del grupo. La identidad, en cambio, sugiere un núcleo profundo, que permanece a pesar de los cambios, aquellos rasgos fundamentales sin los que no seríamos quienes somos. Lo que implicaría que características del colectivo constituyen rasgos primordiales de sus miembros, determinantes de sus intereses y actitudes. No es de extrañar que abunden las denuncias sobre el halo esencialista del concepto de identidad.
Cuando una determinada cuestión, por ejemplo la lengua, es planteada en términos identitarios, se intensifica dramáticamente lo que está en juego"
Muchos comentaristas señalan, además, la fuerte carga emotiva de las identidades y hablamos con naturalidad de ‘sentimientos de identidad’. El filósofo David Copp ha sido de los pocos que ha tratado de aclarar este asunto con una propuesta interesante que liga la identidad con la autoestima. Según él, mi identidad tiene que ver con aquellas cosas por las que me valoro y en las que baso mis sentimientos de autoestima. Dicho brevemente, señas de identidad son aquellos hechos acerca de mí (reales o supuestos, esa es otra cuestión) de los que me siento orgulloso. De esa forma, las etiquetas sociales y rasgos identitarios resultan importantes en tanto que son motivo de orgullo o de humillación.
El estrecho vínculo entre autoestima e identidad permite explicar algunas patologías relacionadas con esta última. Se me ocurre un ejemplo trivial que muchos profesores hemos observado alguna vez en clase: el alumno que en medio de la discusión replica ‘pero ésta es mi opinión’. El énfasis en el posesivo es sintomático. El alumno se identifica con esa opinión al punto de que ponerla en cuestión o discutirla es percibido prácticamente como menoscabo a su persona. La identificación funciona así como una suerte de inversión afectiva que involucra la propia estimación.
Se ha dicho repetidamente que el lenguaje de la identidad agita las pasiones en política, de ahí que suscite tanta desconfianza. Ahora quizá podemos apreciarlo mejor. Cuando una determinada cuestión, por ejemplo la lengua, es planteada en términos identitarios, se intensifica dramáticamente lo que está en juego. Ya no se trata de intereses, cuya satisfacción admite grados y permite sacrificios y concesiones mutuas. Al afectar a la autoestima, es el propio valor de los agentes lo que está amenazado. Los planteamientos contrarios se ven así como un ataque y los compromisos se vuelven improbables, si no intolerables. Es más, como ilustra el ejemplo del estudiante, las apelaciones a la identidad funcionan como un tapón argumentativo, a modo de blindaje frente a la crítica y la discusión.
La deliberación y los compromisos son esenciales en la política democrática, como sabemos, y todo aquello que los dificulte debería ser contemplado con justificada prevención. Es una buena razón para oponerse a la retórica identitaria y desalentar su uso en la vida pública. Lo primero sería empezar por perder el respeto a las identidades, sin hacer caso del aura reverencial que las envuelve.