Hay quienes creen que si los ciudadanos son iguales en un aspecto, han de serlo en todo; enfrente tienen a los que piensan que si son desiguales en algo, como la posesión de ciertos bienes, lo son también en todo lo demás. Lo señala Aristóteles al comienzo del libro V de la Política para explicar el papel central que las disputas en torno a la igualdad desempeñan en los conflictos civiles que pueden acabar con un régimen político. Detrás de los cuales encontramos concepciones antagónicas de lo que sería un orden social justo, si admitimos que la justicia consiste en tratar igual a los que son iguales y de modo desigual a quienes no lo son.
¿En qué cosas los miembros de la sociedad han de considerados iguales y tratados a todos los efectos como tales? ¿Cuándo son legítimas las desigualdades en el acceso a bienes y posiciones socialmente relevantes? Nuestros desacuerdos acerca de estas cuestiones fundamentales de justicia distributiva están en el centro de las divisiones políticas.
No debería sorprendernos por ello que la meritocracia suscite acaloradas controversias. Lo hemos visto con la presentación hace unos días del Informe ‘Derribando el dique de la meritocracia’, elaborado por Future Policy Lab, un think tank de reciente creación. El título viene inspirado por un pasaje de Émile Boutmy, en el que explica que en una sociedad democrática, donde ha prendido la idea de igualdad, las clases altas ya no pueden mantener sus privilegios tradicionales, fundados sobre el derecho de nacimiento y la sangre, como en la viejas sociedades estamentales; el único dique de contención posible contra la democracia tendrá que construirse en nombre de los talentos socialmente útiles. No esconden, por tanto, su intención crítica los autores del informe cuando abogan por derribar ese dique y denuncian lo que llaman ‘el mito meritocrático’.
Una cosa es denunciar que nuestras sociedades no son suficientemente meritocráticas y otra bien distinta sostener que no deberían serlo en absoluto
Tampoco daba lugar a dudas el título del libro de Michael Sandel, La tiranía del mérito, que tuvo mucho eco y reabrió la controversia hace un par de años. Hay que reconocer que mucha de la discusión al respecto se ha movido en una ambigüedad que resulta confusa, donde no siempre está claro si se rechaza el principio o su aplicación deficiente. Pues una cosa es denunciar que nuestras sociedades no son suficientemente meritocráticas y otra bien distinta sostener que no deberían serlo en absoluto. Por eso es de agradecer la claridad con que Sandel arremete contra la meritocracia como principio de organización de una sociedad más justa.
Sus argumentos no son exactamente nuevos, aunque los situara en las circunstancias actuales de la sociedad norteamericana y en relación con la reacción populista contras las elites. De hecho esas críticas pueden rastrearse hasta el libro de Michael Young, The Rise of the Meritocracy, que fue quien acuñó el término en 1958. Para el sociólogo la expresión tenía un sentido claramente peyorativo, pues el libro era una sátira que describía la Gran Bretaña del futuro, allá por 2033, como una sociedad distópica donde las tradicionales divisiones de clase han sido sustituidas por una jerarquía social basada en el éxito educativo y el mérito, definido de acuerdo con la fórmula ‘cociente intelectual + esfuerzo’.
El mérito no debe definirse de forma unilateral y ha de tener en cuenta aspectos como el civismo y el bien común
Las principales de las críticas están ya ahí, como la concepción estrecha del mérito, la arrogancia de una élite convencida de merecer toda clase de privilegios, o el papel de la educación en una sociedad dominada por los títulos, donde ya no aparece como la gran igualadora, sino como un potente mecanismo de selección y estratificación social. En un artículo publicado poco antes de su muerte, titulado Abajo con la meritocracia, el viejo laborista que era Young se quejaba amargamente de que el gobierno de Blair hubiera hecho suya la retórica meritocrática y expresaba su decepción por la suerte de su libro. Su advertencia había sido en balde.
Hay muchas aristas en este debate, como la definición de mérito, su relación con la utilidad social, o el modo en que se entrevera con el azar; al fin y al cabo, los talentos y la disposición a esforzarse dependen de la lotería natural, como su cultivo de la lotería social, ambas relacionadas con la familia que nos toque en suerte. Pero quizá lo más conveniente sea contemplar todo el asunto con perspectiva y preguntarse qué aspecto tendría una sociedad verdaderamente meritocrática, donde la distribución de los principales bienes y posiciones sociales estuviera regida exclusivamente por el criterio del mérito. De paso concedamos a sus críticos que el mérito no debe definirse de forma unilateral y ha de tener en cuenta aspectos como el civismo y el bien común.
Las listas de espera, por ejemplo, podrían elaborarse en función de la puntuación de cada cual y se podrían negar prestaciones y ayudas a quienes no alcanzaran unos mínimos
Consideremos el derecho al voto, que tiene cualquier ciudadano adulto con independencia de su nivel educativo, de su conocimiento de los asuntos públicos, o de su conducta cívica. Sería imaginable que el derecho al sufragio, tanto para presentarse a las elecciones como para votar en ellas, dependiera que se probarán los conocimientos y aptitudes adecuadas por medio de exámenes o títulos, como sugieren los epistócratas; o incluso ir más allá, exigiendo credenciales de buena conducta en general. Cabría establecer algo así como un carné por puntos para votar, de modo que infracciones y faltas fueran restando, lo que sería extensible a otros derechos y a toda clase de servicios públicos, de la educación a la sanidad. Las listas de espera, por ejemplo, podrían elaborarse en función de la puntuación de cada cual y se podrían negar prestaciones y ayudas a quienes no alcanzaran unos mínimos. De seguir por ahí, la misma ciudadanía no tendría por qué ser un estatus que se regala al nacer y es para siempre; habría que ganársela haciendo méritos, y se perdería con el demérito, o bien dejaría de ser un estatus homogéneo, igual para todos, dando paso a distintos rangos, con ciudadanos de primera o de segunda conforme a sus méritos, aptitudes e historial.
¿Ciencia ficción? China lleva experimentando desde hace años con el llamado ‘sistema de crédito social’ o pinyin, primero con programas pilotos regionales y después con su implantación a nivel nacional. El propósito es generalizar el sistema de calificación crediticia a los diferentes aspectos de la vida social con objeto de evaluar el buen comportamiento y la confianza que merecen instituciones, empresas y personas. Quien tiene buen crédito social tiene acceso a ciertos puestos de trabajo así como un tratamiento preferencial en gestiones administrativas o asistencia sanitaria; si es bajo, vas a listas negras oficiales y sufres diversas penalizaciones: no te dejan comprar billetes de avión o de tren, ni matricularte en determinadas escuelas o universidades, o te rechazan la tarjeta de crédito (hasta en las aplicaciones de citas puede figurar). Unido a los sistemas de vigilancia masiva, al big data y las técnicas de reconocimiento facial, ofrece la perspectiva de una meritocracia orwelliana.
Estos ejemplos ponen de relieve dos cosas importantes para enmarcar el debate. La primera es que nuestras sociedades democráticas no están organizadas de forma meritocrática ni queremos que lo estén en sus aspectos fundamentales, como es la posición del individuo en la comunidad política, definida por un estatus común, rígido e inalienable, que a la mayoría nos viene por nacimiento. No sin razón Gregory Vlastos dijo alguna vez que la nuestra es una sociedad de castas, pero de una sola casta.
La segunda es que una sociedad moderna es un complejo entramado institucional, con ámbitos diferenciados de decisión que afectan a las vidas de los ciudadanos; funcionan como esferas separadas de justicia donde se utilizan diferentes criterios para la asignación de bienes o recursos escasos. Tales criterios establecen cuándo hay desigualdades relevantes que habría que tener en cuenta en el reparto. Si se trata de una plaza de profesor universitario habría que seleccionar al candidato con más méritos, pero ese no parece el mejor criterio para decidir quién recibe un trasplante de riñón o a quién se le asigna un respirador. Por eso nos parece irrenunciable la exigencia del mérito y la capacidad para acceder a la función pública, pero no querríamos que un solo criterio de distribución se impusiera homogéneamente en todas las esferas y que las desigualdades en un ámbito se trasladaran a otros. Es una intuición importante sobre la justicia en sociedades complejas como las nuestras.
Coda: Uno de esos ámbitos donde el mérito debería desempeñar un papel fundamental es el de la representación política; de acuerdo con los clásicos, los representantes políticos deberían elegidos entre los ciudadanos más competentes y virtuosos. Pero de eso ni se habla. Como advirtió Sartori: ‘devaluando la selección sólo conseguimos la selección de lo malo’. Echen un vistazo al Congreso.
Ganuza
Pues en el fútbol (y en el deporte en general) eso de la meritocracia está perfectamente resuelto. Y lo más importante, no genera ninguna discusión ni produce ladrillos en forma de libros, siempre escorados a la siniestra, dicho sea de paso. Ahí se lo dejo como reflexión y como desafío. Me gustaría un artículo tan estructurado como éste sobre esta "anomalía" social, donde nadie pone el grito en el cielo ante el despropósito de los sueldos a esos "meritorios" ciudadanos. Por pedir que no quede.