Hacemos mofa, befa y escarnio -¡qué menos!- de aquella moda de ir de viaje a la India a encontrarse con uno mismo y nos hemos olvidado de las travesías que con similar intención hacen algunos hacia el oeste. Cuánta sabiduría ancestral encuentran en las culturas prehispánicas, con el atractivo añadido que supone recorrer esos pueblos entonando el mea culpa. Olvidan que los descendientes de los malvados conquistadores son los lugareños, no ellos.
El turismo de la autoflagelación logra que el trotamundos posmoderno pase por el país sin que el país pase por él. El viajerito vuelve de México henchido de experiencias que cambian su insustancial vida, sin reparar en que durante su estancia no habrá pagado un solo peso de impuestos en alimentos o medicinas. En alguna ocasión los gobiernos de la otrora Nueva España han propuesto gravar un 2% estos productos con la intención de destinar íntegramente el monto a la lucha contra el hambre, pero el mexicano impreca “¡ni madres, pendejos!”. “Ni de broma”, y hasta ahí puedo traducir a español peninsular.
De las repúblicas bananeras -España está muy cerca de convertirse en una- se podría decir algo parecido a lo que Tolstoi comentaba sobre las familias: todos los países prósperos se parecen; los bananeros son imbéciles cada uno a su manera. En México gravar los alimentos es herejía, aquí lo es bajar cualquiera de los impuestos que hemos ido sacándonos progresivamente de la manga.
Hacienda somos todos, pero unos más que otros. Que apechuguen los ricos, para eso están. ¡Quién pudiera vivir en un sitio donde funcionara esta ecuación!
Los impuestos en España son como la democracia: nos la hemos dado y de ahí no nos bajamos, son los intocables de Eliot Ness. No hay gravamen superfluo. Quien se atreve a contravenir esto atenta contra la sanidad, la educación y las carreteras. Además, Hacienda somos todos, pero unos más que otros. Que apechuguen los ricos, para eso están. ¡Quién pudiera vivir en un sitio donde funcionara esta ecuación! Ojalá una España poblada por tan acaudaladas gentes, un Amancio Ortega en cada esquina.
La izquierda debería erigir estatuas al dueño de Inditex: nunca un concepto hecho nombre propio les prestó tanto en sus incansables intentos de tratarnos como idiotas. Como lo que somos, quizá. Idiotas asfixiados en un océano fiscal. Al PSOE y secuaces no les vendría mal recordar que se les agota el cuento del fascismo, el neoliberalismo, el feminismo y el ecologismo, pues un dicho popular se impone por encima de todos estos delirios: ser más listo que el hambre.
El hambre todavía no aprieta, contemplamos desde la dudosa empatía del “no me pasará a mí” las colas de Cáritas. Sí aprieta el sueldo, que ya no cunde. Aprietan la inflación y las facturas de la luz y del gas. Aprietan los ERTEs y más lo harán los EREs, que están al caer. El propio postmarxismo lleva décadas avisando de que las dicotomías patrón-obrero murieron hace tiempo: igual de ahogado está el universitario, el operario de fábrica y el dueño del bar.
Mucho urbanita quedó impresionado la semana pasada al tener noticia de que los cerdos empezaron a devorar a los miembros más débiles de la manada por la falta de pienso. Los huelguistas de nuestro más que moribundo mundo rural nos avisan: quienes sufriréis carestía seréis vosotros, nosotros tenemos huertos y gallinas. La escasez de pienso -de pienso, de reflexiono, de medito- la solucionará rápidamente la escasez material. Nos volveremos más listos que el hambre. O más bestias que los cerdos. La única incógnita que queda por resolver es cuándo sucederá.