Cuando escuchamos la palabra tirano, solemos evocar la imagen de un déspota que actúa sin sujeción a ley, guiado únicamente por la búsqueda del propio interés o beneficio. Pero existe una forma de tiranía más sutil y peligrosa sobre la que ya nos advirtió Montesquieu: la que se ejerce en nombre de la justicia y con apariencia de legalidad.
Retorcer el ordenamiento jurídico para actuar desde dentro contra el Estado de derecho es una manera igual de eficaz, o más, para propiciar un cambio de sistema. Al contrario de lo que ha acontecido en otros momentos históricos, en las revoluciones posmodernas las modificaciones legislativas abonan el camino al estadillo social, en lugar de ser una respuesta a éste. Las reformas se realizan aprovechando los puntos ciegos de la arquitectura judicial y legislativa y nunca bajo un eslogan tiránico, sino disfrazadas de democracia y bien común. Su justificación siempre radica en la necesidad de vencer a un enemigo, cuya peligrosidad se exacerba para crear en torno a ella un imaginario colectivo totalmente alejado de la realidad. El alemán Carl Schmitt encontró el resquicio con el que debilitar la estructura de las democracias liberales concebida siglos antes por el jurista y filósofo francés: el miedo.
En el actual panorama político español confluyen todos los ingredientes. Algunos insisten en no tomárselo en serio. Se niegan a reconocer la evidencia, como si la única prueba que permitiese alcanzar un veredicto sobre las intenciones del Gobierno de coalición fuese una confesión del presidente. Y ni con ésas: le acabarían buscando los tres pies al gato para justificarlo. No necesariamente con ánimo de seguidismo político, a veces simplemente guiados por la incredulidad y la voluntad de encontrar explicaciones alternativas a lo que es palmario.
Pero no existe explicación posible para la reforma del CGPJ que pretende el Gobierno más allá de la búsqueda de la inmunidad, tanto si se analiza la propuesta en cuanto al fondo como si se atiende al momento y al procedimiento escogido, es decir, la forma.
Un tiro de gracia
Respecto a la cuestión de fondo, no es ningún secreto que todos los gobiernos de nuestra joven democracia han ido dando pasos de gigante hacia la politización de la Justicia, si bien es cierto es que esta última propuesta del PSOE y Podemos podría considerarse como una suerte de 'tiro de gracia'.
Puede decirse que en la Constitución subyace la voluntad de dotar al gobierno de los jueces de una suerte de legitimación mixta en cuanto al origen de sus miembros: de conformidad con el artículo 122 de la Carta Magna, el Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por un periodo de cinco años. De éstos, doce se elegirán entre jueces y magistrados y ocho por las Cámaras entre abogados y juristas de reconocido prestigio: cuatro a propuesta del Congreso y cuatro a propuesta del Senado, requiriéndose en ambos casos la mayoría de 3/5 de sus miembros. Del texto parece inferirse que los doce jueces y magistrados se elegirán a propuesta de sus compañeros de profesión, y así era hasta 1985. Ese año, el PSOE reformó la ley para que esa docena de miembros de la judicatura también fueran el fruto de una decisión política. Algo que convalidó el Tribunal Constitucional en 1986 bajo la premisa de que en la nueva redacción de la ley la elección respondería a un acuerdo alcanzado por mayoría cualificada y advirtiendo sobre el riesgo de que el que el CGPJ se acabara convirtiendo en un reflejo de la lucha parlamentaria. Notable ejercicio de clarividencia en una resolución que nos ha traído años después tan nefastos resultados.
Si la reforma de 1985 trajo como consecuencia la politización, con la que se prepara ahora se pretende el sometimiento de la justicia a los designios del Ejecutivo
Éste es el sistema que sigue vigente hoy. Cuando en periodo electoral los partidos les prometían despolitizar el Poder Judicial, se referían básicamente a esto. Pero la verdad es que ninguno de los gobiernos que ha manejado las riendas de nuestro país desde entonces ha cumplido con su promesa. Al contrario, algunos ahondaron en la politización, como hiciera el Partido Popular con la reforma de 2013.
Se preguntarán ustedes a qué viene tanto revuelo por esta nueva reforma anunciada por el Gobierno sanchista, cuando el Consejo ya está tan politizado. Quédense con esta idea: si la reforma de 1985 trajo como consecuencia la politización, con la que se prepara ahora se pretende el sometimiento de la justicia a los designios del Ejecutivo. Una nueva intromisión del PSOE en el Poder Judicial que persigue que, si no se consiguen los tres quintos necesarios para el nombramiento de los vocales, baste la mayoría absoluta del Congreso. En la práctica, esto supone que el Gobierno no tenga incentivo alguno para alcanzar un acuerdo con la oposición, pues un pacto siempre conlleva cesiones a la otra parte. Y si éstas se pueden evitar, mejor que mejor.
Consensos e imposiciones
Efectivamente, la intervención de la oposición en la designación de los vocales que integran el Consejo se ha diseñado como un mero trámite burocrático: o acepta la propuesta del ejecutivo para que ésta revista la forma de 'acuerdo', o la rechaza y el Gobierno la adopta por mayoría absoluta. Pero el resultado será exactamente el mismo. Así es como se consigue vaciar de contenido la exigencia de una mayoría cualificada y se transforman los consensos en imposiciones. Algo a lo que este ejecutivo le ha cogido el gustillo, visto su modus operandi en la Comunidad de Madrid.
En cuanto a las formas, he de reconocer que queda muy bien de cara a la galería sostener que la renovación de los miembros del gobierno de los jueces cada cinco años es una exigencia de la Carta Magna mientras se tacha al PP de ser un partido inconstitucional. Pero lo cierto es que la ley reguladora del mismo contempla una solución transitoria para esta situación: que no se produzca la renovación expirado el plazo. Dice el art. 570, apartado segundo: “Si ninguna de las dos Cámaras hubieren efectuado en el plazo legalmente previsto la designación de los Vocales que les corresponda, el Consejo saliente continuará en funciones hasta la toma de posesión del nuevo, no pudiendo procederse, hasta entonces, a la elección de nuevo Presidente del Consejo General del Poder Judicial”.
Pues el actual Consejo lleva en funciones desde 2018. Que en un contexto pandémico con la segunda ola del coronavirus a las puertas y un estado de alarma impuesto a Madrid, al Gobierno le hayan entrado unas prisas irrefrenables por la renovación de los vocales del Consejo hasta el punto de atreverse a meter mano en el sistema de elección, no es fruto de la casualidad. Sólo hay que echar un vistazo a la prensa de tribunales para hacerse una idea de por dónde van los tiros: los socios de Gobierno de Sánchez están en apuros. Y no lo digo sólo por Podemos y la posible imputación de su líder, que es un asunto judicializado. También por la necesidad de contentar con reformas legales a sus socios independentistas, cuyos líderes cumplen condena en prisión o han huido de la Justicia.
El apocalipsis no llegará hasta que reformen el sistema de acceso a la judicatura de jueces y fiscales para que el mérito que supone superar una oposición complicada sea complementado con la afinidad ideológica
No debemos olvidar que la reforma del sistema de elección de los miembros del CGPJ es la crónica de una intervención en la Justicia anunciada: el primer aviso fue el nombramiento de una exministra socialista, Dolores Delgado, como Fiscal General. El segundo aviso, la reforma del delito de sedición para crear un tipo penal que permita poner a Junqueras en la calle. Ahora asistimos a la tercera plaga. Pero el apocalipsis no llegará hasta que reformen el sistema de acceso a la judicatura de jueces y fiscales para que el mérito que supone superar una oposición complicada sea complementado con la afinidad ideológica. Algo que ya contemplaba Podemos en su programa electoral de 2016.
Además, lo tramitarán como proposición y no como proyecto de ley, para evitar que con los dictámenes preceptivos del Consejo de Estado y del CGPJ la oposición tenga munición para cuestionar la legalidad de la medida, que se dará por sentada en los círculos mediáticos afines.
¿Qué se puede hacer contra esto? Pues una vez se apruebe la norma, recurrir ante el Tribunal Constitucional y esperar. Cuando resuelvan la cuestión dentro de varios años, a España no la va a reconocer ni su madre. Y no, no cabe la suspensión cautelar de la entrada en vigor. Es una prerrogativa que opera automáticamente cuando el Gobierno central recurre por inconstitucional una ley autonómica, pero que no tiene equivalente a la inversa.
Si los españoles no tuviéramos suficiente con preocuparnos por nuestra salud y nuestra economía como consecuencia del coronavirus ahora tenemos que hacerlo también por la independencia de nuestras instituciones. La pandemia no es sólo sanitaria, sino también política y jurídica. El virus del populismo puede ser mortal para el Estado de derecho y el Poder Judicial debe declararse en estado de alarma.