Verano de 2017. Con el corazón en un puño, España sigue la tragedia de una mujer que huyó de Italia con sus dos hijos para escapar de un marido posesivo y maltratador. Lleva un año en su Granada natal y la justicia, inclemente, le exige la devolución de los niños. Pero Juana Rivas desaparece con ellos: antes fugitiva que condenar a los críos a una vida de terror. Los medios se vuelcan con la conmovedora historia de esta “madre coraje”. Las asociaciones feministas organizan manifestaciones y recogida de firmas. Los políticos, encabezados por Susana Díaz y Mariano Rajoy, le brindan su apoyo. El país entero es un clamor: “Juana está en mi casa”.
Este ‘ciclón’ se ha llevado por delante, merced a unos políticos papanatas, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y la presunción de inocencia
Primavera de 2019. Juana Rivas pierde en Italia la custodia de sus hijos, de 12 y 4 años. Meses antes ha sido condenada en España a cinco años de prisión por sustracción de menores. El informe pericial encargado por el juez de Cagliari (Italia), realizado por una psicóloga, es demoledor. Describe a una mujer manipuladora, con un “grave funcionamiento mental patológico”, que ha transferido a su primogénito sus propias ansiedades y que es incapaz de comprender el daño psicológico que ha provocado en los hijos al mantenerlos incomunicados de su padre durante un año. Rivas ha mentido y retorcido la ley. Hoy los niños viven con su padre, y ella los visita mientras espera el fallo en apelación del Tribunal Supremo.
¿Qué ha pasado entre esos dos escenarios tan distintos?
Pues ha pasado que la Justicia se ha encargado de poner orden allí donde “la sociedad civil”, los medios de comunicación y los políticos habían sembrado el caos. Cinco tribunales de Granada (uno de lo Penal, uno de Instrucción, dos de Primera Instancia y la Audiencia Provincial), el Tribunal Constitucional y el Tribunal de Cagliari lograron encauzar un caso de ruptura familiar transformado en un esperpento que se dirimía en la calle y que dañaba, sobre todo, a los más débiles: los hijos de la pareja.
Afloró entonces una realidad muy diferente a la que habían contado la mayoría de los medios, sobre todo al principio. Un repaso a los titulares de entonces (“Juana Rivas huye con sus hijos para eludir entregarlos al padre maltratador”. “El calvario judicial de Juana Rivas”. “Venganza contra Juan Rivas”. “Juana Rivas se arriesga a 10 años de cárcel por salvar a sus hijos”…) muestra una cobertura emocional. Claro que la imagen de Juana bañada en lágrimas, consolada por mujeres solícitas, era imbatible.
Arcadi Espada, que sigue practicando ese hábito del buen periodismo, tantas veces olvidado, de nadar a contracorriente y cuestionar hasta lo que parece evidente, fue el primero en acercarse al Monstruo, para escuchar su versión. Francesco Arcuri se refugiaba en un hotel de Granada, horrorizado por la imagen que ofrecían de él unos medios dispuestos a alimentar el melodrama. “El mensaje es que la verdad no importa. Se ha vuelto normal, pero causa vómitos”, decía la semana pasada en El Mundo, evocando aquellos días. “Hubiera preferido asistir a un juicio sin intrusiones políticas, hubiera preferido que los muchos ‘pseudoperiodistas’ antes de escribir algo me contactaran para preguntar, o que se hubieran leído los documentos del juicio, pero casi nadie lo hizo”.
Afortunadamente, la Justicia se ha encargado de poner orden allí donde “la sociedad civil”, los medios de comunicación y los políticos habían sembrado el caos
Su suerte de maltratador había quedado sellada en 2009 al aceptar una condena de tres meses por lesiones en lo que resultó ser una pelea de una pareja tóxica (ella, además, ebria), y en la que, según los partes médicos, Arcuri presentaba más lesiones que su mujer. De la segunda denuncia por malos tratos, interpuesta por Rivas en 2016 en Granada, meses después de haber sustraído a sus hijos, no hay rastro de verosimilitud.
Hoy, aquellos políticos, periodistas y ciudadanos de bien que se rasgaban las vestiduras miran para otro lado. Algunas organizaciones feministas siguen recogiendo firmas, ahora para pedir el indulto de Juana Rivas. Y ella sigue vendiendo su frágil emocionalidad en periódicos que le ponen un micrófono delante sin hacerle preguntas.
El caso de Juana Rivas, que no deja de ser una historia de perdedores, debería llevar a la reflexión. A los periodistas cabría pedir, si no olfato, que es un don, al menos un esfuerzo de distanciamiento crítico. Aunque sea para evitar el ridículo. Para no distorsionar la realidad. Antonio Caño, exdirector de EL PAÍS, solía decir a la redacción que el papel de un periodista no es defender causas, sino informar. Que la única causa son los lectores. Una posición incomprendida en tiempos de ira y activismo, como él mismo pudo comprobar.
Este drama debería hacer reflexionar también a ciertos grupos feministas, sobre todo a las promotoras del “Yo sí te creo, hermana”, ese eslogan importado de Estados Unidos que parece el mantra escalofriante de una secta. El movimiento #MeToo, que comenzó como un sano ejercicio de empatía para romper el silencio ante el acoso sexual, ha acabado dando alas a un feminismo reaccionario, que ha convertido un “buenos días, guapa” en agresión sexual y que vende que los hombres cargan tanta maldad en su ADN como virtud las mujeres. Este “ciclón” se ha llevado por delante, merced a unos políticos papanatas, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y la presunción de inocencia.