Obsesionarse con algo no siempre es negativo. Por ejemplo, en estos días de reclusión obligatoria, me he obsesionado con El instituto, de Stephen King, que también cuenta un confinamiento, pero un poco más perverso e inverosímil. En casa el pequeño sigue obsesionado con aplaudir por la ventana y con las excavadoras en todas sus versiones, mientras los mayores casi nos volvemos locos con la cuarta temporada de La casa de papel, que cuenta los robos más imposibles del siglo, o con la primera de la fabulosa Unorthodox, que expone la vida de la novelista Deborah Feldman. Estas son obsesiones clásicas, quizás compartidas con alguno de ustedes y diría que hasta saludables. Pero ahora nos amenaza la cordura una obsesión colectiva que, sin duda, también anida en las mentes atribuladas de quienes lean esto: la desinfección.
Las autoridades sanitarias, siempre tan inteligentes en sus análisis y tan certeras en sus vaticinios, nos han advertido que limpiar la casa, además de estar encerrados en ella, no nos salvará del dichoso coronavirus. Ya no basta con destrozarse las manos de tanto lavarlas y con dejar cada uno de los recovecos del domicilio como los chorros del oro. Tenemos que dar un paso más allá que consiste en desinfectar. Desinfectarlo todo y a todas horas. Debemos acabar con cada bacteria o germen que esté en el hogar. Nos va la vida en ello. Sin lejía no hay paraíso.
Seguro que ya han leído alguno de los centenares de artículos que se han publicado sobre la forma en que hay que desinfectar. Consejos por doquier para el nuevo credo desinfectante. No solo tenemos que hacerlo en el baño y la cocina, sino que es importante que también purifiquemos -lo siento, tengo que utilizar este sinónimo para no estallar- esos objetos que tocamos a menudo como los pomos de las puertas, los interruptores o los teclados de los ordenadores. Y, por supuesto, es necesario desinfectar también los objetos de limpieza que usemos en el proceso, como los guantes, paños y esponjas. Esta meticulosa desinfección tiene que hacerse dos veces al día.
Por si esto fuera poco, el Ministerio de Sanidad acaba de recomendar que descontaminemos -otra vez lo siento- los móviles, las gafas y la ropa con la que salgamos a la calle. Como resulta natural, estas recomendaciones han provocado que la gente compre lejía en los supermercados como si la necesitase aún más que el papel higiénico. La venta de productos de droguería y limpieza se ha disparado. En concreto, como contó este diario, la venta de lejías y desinfectantes ha aumentado un 65,9% en estas últimas semanas.
Puede decirse, con esos datos en la mano, que quienes cortan el bacalao quieren que nos obsesionemos con la desinfección
Se supone, además, que quienes tengan que coger el coche deben desinfectar diariamente el tirador de la puerta, el volante y la palanca de cambios. Con algo menos de regularidad también deben hacer lo propio en el salpicadero, las alfombrillas, el aparato de música, las ventanillas y las rejillas de ventilación. Asimismo, es conveniente que purifiquen de vez en cuando el maletero y la carrocería exterior. Si no quieres sopa, toma veinte tazas.
Puede decirse, con esos datos en la mano, que quienes cortan el bacalao quieren que nos obsesionemos con la desinfección. Por supuesto lo hacen por nuestro bien, faltaría más. Gracias, autoridades. Pero así, a bote pronto, cualquiera puede plantear varias objeciones aunque no sea astrofísico. Una de ellas es que resulta un tanto delirante tener que desinfectar tanto los objetos de casa cuando se supone que llevamos un mes sin salir de ella y, en buena lógica, el virus no está ahí ni ha podido llegar volando. O, dicho de otra manera, con desinfectar una vez a la semana -al volver de la compra, por ejemplo- igual sería suficiente, ¿no?
Otro problema para poder cumplir con los principios inmutables de la doctrina de esta nueva fe es que parece complicado tener tiempo suficiente para desinfectar tanto. Confieso que nosotros, con el niño enclaustrado, los teletrabajos de ambos y el resto de tareas domésticas, lo tenemos difícil. En tercer lugar, sin ánimo de llevar la contraria o de ser revanchista, esta obligación de desinfectar con tamaño desenfreno viene de los mismos que al principio nos dijeron que las mascarillas eran absurdas y ahora nos las aconsejan vivamente, ergo quizás la recomendación de desinfectar también sea reversible.
En suma, una cosa es desinfectar alguna vez como precaución y otra cosa es adentrarnos en esta paranoia. Además, convendrán conmigo que lo mejor de las obsesiones, incluso de las más inconfesables o enfermizas, es que sean una elección nuestra. Esto de desinfectar ad infinitum parece más una idea que nos quieren inocular como si fuera un antídoto infalible frente al virus cuando ni siquiera hay certeza de que lo sea.
Tal vez sería demasiado malpensado vislumbrar en esto los intereses de las empresas que venden los productos citados, pero ya se sabe que con las crisis siempre hay alguien que hace negocio. En cualquier caso, creo que hay obsesiones más recomendables (como las que decía al principio) que la lejía o el amoniaco. Elijan ustedes las suyas. Aprovechen una de las pocas parcelas de libertad que nos quedan.