En un paso más de su obsesión por controlar a la población bajo su férula, las autoridades separatistas de Cataluña han encargado a una organización de su cuerda una investigación sobre la lengua que emplean profesores y alumnos en las escuelas fuera de las aulas durante su tiempo de ocio en el recreo. Engrasada por una cuantiosa subvención, la entidad en cuestión ha infiltrado decenas de espías en los centros de enseñanza para mediante estratagemas diversas observar el comportamiento de docentes y discentes, en una versión menestral y pueblerina de “La vida de los otros”. Este tipo de actuaciones, que oscilan entre lo enfermizo y lo patético, ponen de relieve lo inútil del esfuerzo de poner puertas al campo. Tras cuatro décadas de invertir ingentes recursos materiales y humanos en expulsar al español de la educación y del ámbito oficial y público en las cuatro provincias catalanas, vulnerando no sólo derechos individuales inalienables, sino la más elemental racionalidad, la mayoría de sus habitantes lo sigue teniendo como idioma materno o de uso preferente.
Los comisarios lingüísticos y los políticos independentistas son como el enajenado que intenta vaciar el mar con un cubo. La realidad es tozuda y la fuerza de una lengua de comunicación universal que emplean en el mundo quinientos millones de personas, y dotada de una literatura abrumadora por su magnitud y calidad, nunca podrá ser erradicada de Cataluña por mucho que se esfuercen tropeles de funcionarios sectarios y legisladores fanáticos. Este empeño por cambiar a base de ingeniería social totalitaria los hábitos de comunicación de los catalanes es uno de los aspectos más repulsivos y opresivos del secesionismo, cuyo fracaso evidente encoleriza a sus perpetradores hasta llevarles a cometer tropelías cada vez más grotescas, como este último episodio de los mortadelos en el patio fisgando en qué lengua los niños juegan al fútbol y los maestros comentan sus condiciones laborales o los avatares de sus existencias.
El empeño por cambiar a base de ingeniería social totalitaria los hábitos de comunicación de los catalanes, es uno de los aspectos más repulsivos y opresivos del secesionismo
Todo nacionalismo necesita elementos diferenciadores que le den sentido. En el caso de Cataluña el signo de identidad no puede ser la raza -hoy se recuerdan los delirios craneométricos del doctor Robert como algo bochornoso-, tampoco la historia, a no ser que se la invente, ni la religión, porque Cataluña siempre ha sido cristiana y hoy está más bien secularizada, ni el nivel de renta cuando el PIB per cápita de Madrid ya ha superado al catalán, ni el expolio fiscal, que es una patraña sobradamente desmentida, ni el carácter, lo de la laboriosidad catalana es un mito que no se sostiene, ni el vanguardismo innovador y creativo a la vista de la fauna intervencionista e incompetente que ocupa las instituciones autonómicas. Por tanto, no queda nada para definir una personalidad colectiva distinta de la general española, salvo la lengua. Y en la lengua se han centrado masivamente las acciones legislativas, educativas y de medios de comunicación de los separatistas para levantar una barrera de odio hacia lo español sin regatear presupuestos ni atropellos a la libertad; libertad de educación, de expresión, de empresa, cualquier manifestación de espontaneidad y de naturalidad en el uso de la lengua ha sido cercenada, impedida o multada para imponer la parla sagrada, nacional y canónica.
El resultado de esta política, como suele suceder con las medidas de gobierno que ignoran o violentan la naturaleza de las cosas, ha sido un desastre sin paliativos. Se han derrochado enormes sumas de dinero para nada, se ha hecho del catalán un idioma antipático y detestable para muchos catalanes y no catalanes que, si el enfoque hubiera sido de libre y amigable convivencia con el español, hubieran querido aprenderlo y sin duda estimarlo, se han recortado las oportunidades de éxito profesional a numerosos jóvenes que no dominan lo suficientemente bien el español y se ha generado en el resto de España un sentimiento de hostilidad hacia Cataluña de negativas consecuencias sociales, políticas y económicas.
Al final, la Cataluña real se mueve por un lado y la oficial por otro. El catalán, en lugar de ser una herramienta de intercambio de conocimientos, vivencias y afectos en un clima de flexible bilingüísmo, se ha convertido en un corsé desagradable y en un ceremonial impostado que suena inevitablemente forzado y falso. El destino fatal de las lenguas rituales es el declive e incluso la desaparición. Los nacionalistas, que tanto se vanaglorian de su amor al catalán, se han erigido paradójicamente en sus peores verdugos.