Que las diligencias de investigación acordadas tras la denuncia contra el delegado del Gobierno de Madrid por un presunto delito de prevaricación omisiva iban a tener un escaso recorrido judicial pero un gran impacto político ya lo avisamos muchos. Han creado una duda más que razonable sobre lo que el Gobierno afirmó que no se podía saber pero que parece que sí que sabían.
El auto dictado por la juez Rodríguez-Medel, en cuya virtud se acuerda el sobreseimiento provisional de la causa, es la crónica de un archivo anunciado que, desde el punto de vista jurídico, resulta intachable. Una resolución que nos recuerda los principios que informan nuestro derecho penal y por qué la mera convicción personal del juzgador sobre cómo acontecieron los hechos no puede traducirse en una sentencia de condena. Pone sobre el tapete la relevancia de la presunción de inocencia, esa de la que muchos políticos de nuestro Gobierno de progreso se olvidan cuando se trata de presuntos delitos de violencia de género. Ahí no hay presunto que valga: vicepresidentes, ministros y cuentas institucionales confirman el asesinato de la mujer fallecida a manos de su pareja o expareja nada más acontecer el hecho. Y si luego resulta que él no era culpable, pelillos a la mar. “Había indicios”, se excusan, “a priori, todo apuntaba a que el culpable era él” aseguran. ¿Y si aplicásemos a su gestión de la pandemia los mismos parámetros con los que ellos juzgan y condenan desde su púlpito institucional a ciudadanos de a pie? Les aseguro que la lista de sentencias de condenas se vería desde la estación espacial internacional.
Colisión de derechos
Pero es que el fuero interno es una cosa y el derecho penal es otra. Y en este auto se puede comprobar a la perfección cómo una juez de carrera es capaz de distinguir entre ambos planos. Algo que parece que no está al alcance del tertuliano medio, no digamos ya del político de turno.
La magistrada explica que, para que exista delito de prevaricación administrativa, es necesario que se acredite que la decisión se tomó a sabiendas de su injusticia. En el caso concreto investigado, lo que se analiza es si el delegado de Gobierno decidió no suspender, a sabiendas, las manifestaciones del 8-M. Se trata de un caso en el que colisionan varios derechos fundamentales que nuestro ordenamiento jurídico estima dignos de protección: por un lado, los derechos a la vida, a la integridad física y la salud pública y, por otro, el derecho de manifestación.
Por lo tanto, no se puede demostrar que decidiese no suspender las manifestaciones del 8-M a sabiendas de la injusticia de su decisión
Quien debía colocar en la balanza unos y otros y ponderar qué derecho prevalecía era José María Franco. Explica la juez que para que se considerase que Franco prevaricó al optar por el derecho de manifestación, debería acreditarse indiciariamente que éste poseía conocimientos técnicos sólidos y suficientes sobre el riesgo para la salud pública que conllevaban las manifestaciones, no bastando el sentir común o el conocimiento popular. La conclusión que alcanza Rodríguez-Medel del análisis de las diligencias practicadas es que no se ha acreditado que llegasen al Sr. Franco los informes de carácter técnico de los que pudiese haber adquirido conocimiento sobre los riesgos de transmisión de la covid-19 en concentraciones multitudinarias y sus efectos. Por lo tanto, no se puede demostrar que decidiese no suspender las manifestaciones del 8-M a sabiendas de la injusticia de su decisión. Y a falta de prueba sobre la concurrencia de los elementos que integran el tipo penal rige, como no puede ser de otra manera, la presunción de inocencia.
Y todo ello a pesar de que la magistrada no oculta en ningún momento su extrañeza y sorpresa porque determinada información de carácter médico, relativa a la propagación del coronavirus en las manifestaciones y eventos masivos, no llegase al delegado del Gobierno. Básicamente porque ya la manejaban desde el Ministerio de Sanidad al menos desde el 3 de marzo. Pero lo que uno piense o crea en su fuero interno no puede ni debe bastar para condenar a nadie. A ver si aprenden de esta magistrada nuestros ajusticiadores sociales de pacotilla, desde los del Lawfare hasta los del Me too.
Ah, y otra cosa: el relato que contiene el auto de archivo provisional sobre todo lo que se hizo y dijo antes del 8-M le pinta la cara al Gobierno. Y no de color esperanza, precisamente. Si la condena al Partido Popular como responsable a título lucrativo de delitos de corrupción condujo a una moción de censura, el resultado de las diligencias de investigación practicadas por el Juzgado de Primera Instancia número 51 de Madrid a instancias de la magistrada Rodríguez-Medel debería suponer la dimisión del Gobierno en bloque o, cuanto menos, de aquellos ministros que estuvieron involucrados en todo lo que aconteció el 8-M y los días previos. No lo verán nuestros ojos. Desde el punto de vista político, pesan más los 245.000 euros de una condena por lucrarse de la actividad de un entramado político corrupto, que las 50.000 muertes de compatriotas provocadas, en mayor o menor medida, por haber preferido mirar hacia otro lado en base a criterios de mera oportunidad política. Da qué pensar.