La aparición en Suiza de un maletín que llevaba dormido desde abril de 2010 ha dejado a la ciudadanía de un pasmo. No es que algunos no estuviéramos al cabo de la calle -Jesús Cacho en El negocio de la libertad (1999) y yo mismo en Adolfo Suárez, ambición y destino (2009) habíamos escrito sobre la inclinación inquietante del entonces Rey y hoy emérito Juan Carlos de Borbón hacia el dinero fácil, ya fuera en el soborno, ya fuera en el papel de intermediario y comisionista. Entre que era intocable por pleno derecho constitucional hasta por las características de nuestra transición, la verdad es que él se movía entre lo inviolable, la inmunidad y la impunidad. En palabras llanas: hacía lo que le petaba.
Silencio y complicidad hasta que un elefante se cruzó en su camino y, como si fuera un cuento antiguo, el paquidermo iba montado por una dama de alcurnia. No debe ser lo mismo caerse de un caballo que tropezar con un elefante, al menos por sus efectos: "Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir". Lo que muchos no querían creerse había sucedido: el Rey, ya emérito, estaba desnudo ante la ciudadanía, pero había amasado una fortuna que se repartía con la dama del elefante. Que el Rey, emérito o no, tuviera una querida le compete a él pero que se la costee del erario público o de las regalías que otorga el manejo de influencias de Estado son dos cosas diferentes, aunque los resultados sean muy parecidos.
El 7 de abril de 2010, el monarca, en pleno ejercicio de sus responsabilidades y por lo que parece en persona y sin intermediarios, se presentó en la oficina suiza de su gestor de fondos, Arturo Fasana, con un maletín cargado de billetes -tantos, que no queda muy claro si fueron un millón setecientos mil dólares o euros-. El pequeño detalle de la convertibilidad de la moneda obliga a pensar si se trató de un maletín, objeto mucho más literario donde meter el botín, que la vulgar maleta.
¿Cuánto ocupan casi dos millones en billetes? Confieso que lo desconozco, pero no debe de ser grano de anís. No digamos ya la escena, muy cinematográfica pero escasamente edificante, de un monarca arrastrando una fortuna por una de esa elegantes y tranquilas avenidas suizas. Sería de no creer si no estuviéramos entre gente curtida en el manejo del billete oculto. Conviene recordar que entre otras hazañas Arturo Fasana fue intermediario de la Gúrtel del PP y de otras operaciones similares del PSOE. Lo que se dice un veterano especializado en gestionar fondos buitre y con amplia flexibilidad ideológica; no discrimina ni derechas ni izquierdas mientras tengan forma de billete.
El rey Juan Carlos tuvo tres grandes socios de peripecias económicas. No eran gestores de fondos como Arturo Fasana, sino sencillamente proveedores financieros de Su Majestad
Me gustaría saber por qué se descolgó El País en día tan significativo como el pasado Primero de Mayo con esta noticia procedente del mundo judicial hispano suizo, tan baqueteado desde hace décadas. Tratándose de un medio de comunicación donde las informaciones políticas equivalen a minas de oro y donde no se mueve una comilla sin pasar antes por el detector de verdades y su valor en el mercado, hay algo que se me escapa en esta jugada de altos vuelos. ¿Por qué ahora? En periodismo, especialmente si nos atenemos a la experiencia española, cuenta tanto el qué como el cuándo. Detengámonos un momento en el detalle.
El rey Juan Carlos tuvo tres grandes socios de peripecias económicas. No eran gestores de fondos como Arturo Fasana, sino sencillamente proveedores financieros de Su Majestad. El que ocupa el primer lugar por su descaro y su capacidad de captación se hacía llamar Prado y Colón de Carvajal, alias El Manco, porque un atorrante sin apodo es como un jardín sin flores que diría cualquier clásico del hampa. Luego vino un logrero, Javier de la Rosa. No se le conoce inclinación alguna, ni veleidad sentimental, ni gusto o querencia que le pudiera hacer perder la cabeza, aunque fuera por unos instantes. Lo suyo es única y exclusivamente vicio monetario. Conseguir dinero y si es posible llegar a amasarlo: todo lo demás pertenece al terreno de las ideas, al que es ajeno, incluso alérgico.
El más efímero, pero no por ello el menos suculento, se llama Mario Conde. El Rey le hizo de todo y él le dio de todo. Es difícil encontrar una pareja de perillanes semejantes como no sea en un filme de Hollywood. Estaban llamados a entenderse. Dos ambiciones que iban en el mismo sentido: aunar patrimonio económico y convertirlo en poder político. El compañero de ruta acabó mal. Entre el descrédito, la cárcel y la desmesura de sus pretensiones fue regando su camino con una ristra de malas prácticas, las mismas que marcaron la transición y dejaron una huella honda; mafiosa, por veterana y silente.
Nos guste más o menos o nada, lo cierto es que el Gran Wyoming dedicó uno de sus programas al evento suizo de su Majestad. Un ejercicio de periodismo del que debería sentirse orgulloso él y agradecidos nosotros
Hay dos historias paralelas, la de la transición y la de la corrupción, primas gemelas por necesidades del guion. Con sarcasmo podríamos afirmar que ambas mantuvieron un funcionamiento óptimo, de probidad siciliana: un poco para muchos y un mucho para pocos. Quedaba excluido levantar la alfombra porque eso rompería el consenso. Inevitables las dosis de cinismo, desvergüenza e hipocresía.
Nos guste más o menos o nada, lo cierto es que el Gran Wyoming dedicó uno de sus programas al evento suizo de su Majestad. Un ejercicio de periodismo del que debería sentirse orgulloso él y agradecidos nosotros. Le bastó repetir en El Intermedio, programa que no frecuento, el engolado mensaje a los españoles de la Navidad de 2010. El Rey apelaba a la necesaria honradez en la vida pública. El acontecimiento tuvo lugar unos meses después de que con maleta o maletín entrara en el despacho de Arturo Fasana en Suiza con un millón setecientos mil euros. Se cobraba la mediación del sultán de Baréin por los buenos oficios del monarca en los contratos del tren a La Meca.
Lo de la dama estimo que es hojarasca; las pasiones también tienen un precio. Lo que queda es el poso de la corrupción que opera como otro virus, este sin grado de mortalidad, pero dañino en una sociedad democrática a la que le saltan las costuras al primer esfuerzo ciudadano. No es solo que las cosas hayan dado un vuelco sin precedentes sino el añadido de que nos pilla tan frágiles que instituciones donde la gente había depositado cierta confianza ¡felices ellos! se cimbrean, víctimas de la impunidad y la prepotencia. Pobres y enfermos, se hace difícil creer que detrás de la ambición se escondiera el delito.