La noticia se ha deslizado en los medios sin ruido, como si fuese nada más que un apunte estadístico en medio de este verano cansón y rutinario: en Japón han ejecutado a trece personas. Repito: en Japón. La tierra de la eficacia, de la cortesía, de la tecnología punta. El país del mundo que más pronto llegó al siglo XXI. La tierra del ikebana. Del té. Cómo puede ser esto.
Quizá ustedes recuerden aquel terrible episodio. Un tipo desquiciado con ojos de topo y pelos de neanderthal, Shoko Asahara, reunió en torno a su panza a un grupo de chiflados y, en nombre de sus creencias religiosas, decidieron ponerse a matar gente. Esparcieron gas sarín en un aparcamiento de la ciudad de Matsumoto y, meses más tarde, en el abarrotado metro de Tokio. Murieron en total 29 personas y muchas más, varios miles, quedaron gravemente afectadas, algunas de ellas en estado casi vegetal. Los pillaron pronto. Cuando atraparon al gurú, aquella especie de morsa letal resultó ser un mierda con sobrepeso que no se resistió, que temblaba de miedo y que, esto sí, exigió a los agentes que no lo tocaran, porque le daba como dentera que lo tocaran, se ponía muy nervioso. Como es natural, le hicieron poco caso.
Han pasado 23 años y los acaban de ahorcar a todos, a los trece. Me pregunto por qué. Me pregunto para qué. Y me pregunto, sobre todo, cómo es posible que un país tan civilizado y tan coherente como Japón mantenga en su legislación una antigualla inútil como la pena de muerte.
He discutido sobre esto muchas veces en mi vida y me he dado cuenta de una cosa: los partidarios de la pena capital rara vez usan argumentos. Sólo ponen ejemplos. Muchas veces esos ejemplos son espeluznantes, porque quien los esgrime dice: “Esos cabrones mataron a mi hijo cuando volvía del colegio. Dígame usted por qué merecen vivir, en nombre de qué”.
Todavía millones de personas son legalmente ejecutadas en numerosos países por cambiar de religión, ser judío, gay o engañar al marido"
Y te das cuenta de que el dolor es tan insoportable que no sirve de nada contestar precisamente con argumentos. Es inútil explicar que si el Estado, en nombre de la ley, quita la vida a alguien, sea quien sea, se está negando a sí mismo, está destruyendo el fundamento básico de su existencia, porque la ley, por definición, está hecha para regular la convivencia entre los seres humanos; para mejorar su vida, no para eliminarla. Si se elimina al sujeto del Derecho, el Derecho deja de existir. Si se mata a alguien en nombre de la ley, hay que pensar que es perfectamente posible que esa ley cambie y que un día u otro llegue a incluir, entre los delitos castigados con la muerte, cosas que perfectamente pueden afectarles a ustedes o a mí, como cambiar de religión, ser judío, ser gay, ser ateo o armenio o engañar a tu marido, cualquier cosa que se les ocurra.
–Hombre, pero eso es un disparate.
No, no lo es. Ahora mismo, o en las últimas décadas, hay millones de personas que han sido o están siendo legalmente ejecutadas en numerosos países por cualquiera de esos “delitos”. El disparate es que la ley permita quitar la vida a alguien: una vez que eso se establece, los motivos concretos pueden cambiarse mediante modificaciones de la ley. Es decir, que nadie en absoluto está a salvo. Y lo que hay que modificar es el principio: hay cosas que ninguna ley puede hacer, porque afectan al fundamento mismo del Derecho. No se mata bajo el amparo de la ley. Nunca. A nadie, haya hecho lo que haya hecho, porque eso nos pone en peligro a todos.
Complicado, ¿verdad? Desde luego que sí. La indignación, la rabia, el dolor que sale de las tripas, es inmediato y fácilmente comprensible. La reflexión no lo es. Ahí está el problema.
Partimos de la base de que la ley está, además, para castigar los delitos y para propiciar una posible reforma o arrepentimiento del delincuente. Ese es el principio del sistema penal en la mayoría de los países civilizados; incluso la Iglesia católica establece, además de la penitencia, el dolor de corazón y el propósito de enmienda. Pero si eliminas al delincuente, todo eso se vuelven palabras vacías. La pena de muerte no es, pues, justicia sino venganza. Si el Estado manda matar a alguien, se pone al nivel ético del mismo asesino. No sirve para nada. No repara ningún mal, porque matar al asesino jamás devuelve la vida al asesinado: simplemente se aplica el ojo por ojo, que es la manera más rápida y eficaz de que todos acabemos ciegos.
Matar al asesino jamás devuelve la vida al asesinado: simplemente se aplica el ojo por ojo, que es la manera más rápida y eficaz de que todos acabemos ciegos"
¿Sirve, al menos como disuasión para los posibles delincuentes? ¿El miedo a ser condenado a muerte hace que el terrorista, el loco, el matarife, se lo piensen dos veces? Nunca. Miren ustedes los estudios serios que se llevan haciendo desde hace muchas décadas en numerosos países. La existencia de la pena de muerte jamás ha servido para contener a los canallas. No tiene, en realidad, ningún efecto sobre el número de delitos que se cometen: la cifra ni crece ni disminuye significativamente, como no se cansan de repetir Amnistía Internacional y numerosas universidades de todo el mundo.
Y luego, naturalmente, están los errores. ¿Qué sucede cuando se ejecuta a alguien que luego resulta ser inocente, como ha ocurrido tantísimas veces? ¿Cómo se repara eso, si se ha eliminado al sujeto de la reparación? ¿Qué clase de Derecho es ese? ¿Es preferible matar a un inocente en vez de mantener encarcelado a un culpable? ¿En serio?
Cuando alguien dice: “Ese miserable no merece vivir”, no está manifestando su desprecio por la vida de otra persona, sino su desprecio por la vida. En términos absolutos. También por la suya, aunque no se dé cuenta. Está colocando la venganza por encima de la justicia. Y la venganza es un sentimiento esencialmente humano, eso es verdad, pero la búsqueda de la justicia es precisamente lo que nos hace humanos, lo que nos permite convivir. Venganza y justicia son, pues, conceptos incompatibles. Una persona puede sentir ansias de vengarse de otra. Un Estado, jamás.
Decía Victor Hugo que la pena de muerte es el signo característico de la barbarie. Yo estoy de acuerdo con él. Así que no voy a echar de menos en absoluto al malnacido ese de Japón que pretendía honrar a su dios esparciendo gas venenoso en el metro, pero sí siento verdadera pena por Japón, que mantiene ese disparate en su legislación… como tantos países del mundo. Y me doy cuenta de que la ejecución de Asahara nos pone a todos un poco más en peligro. A todos.