Mi muy admirado don Miquel Giménez, ilustre periodista, atinado observador, elocuente orador, escritor de gran mérito, compañero generoso, bendito de los dioses y de los hombres:
Ha escrito usted en este mismo medio nuestro, días atrás, un brillante artículo (como todos los suyos) que se titulaba Puigdemont y el caballo de Calígula. Hablaba en él de la solemne tontería que, según usted, supone que los independentistas catalanes reúnan una especie de ultraterrena Asamblea de Electos para consagrar al señor Caput Montis, o Puigdemont, como presidente celestial de Cataluña, ya que el Parlament de verdad no consigue nombrarlo presidente terrenal y fehaciente. Y añade usted que semejante disparate de fantasmagorías le recuerda a Calígula, que nombró senador a su caballo.
Lo que pasa, mi bienamado don Miquel, es que el caballo de Calígula soy yo. Incitatus. Y claro: me veo en la obligación de aclararle algunos puntos oscuros. Para defender mi honor, más que nada. Supongo que lo comprende.
Quien pretendiese escribir, en los tiempos de Adriano, algo ecuánime sobre Calígula, habría padecido penalidades similares a las sufridas por quienes hoy defienden en TV3 que Arrimadas ganó las elecciones catalanas
Veamos. Repite usted lo que se sabe de Calígula y de su caballo. Lo de siempre: lo del pesebre de mármol y oro, la túnica púrpura, las señoras que le ponían en suerte para su solaz y esparcimiento, y todo lo demás. ¿De dónde saca usted todo eso? Pues del único sitio del que se puede sacar: del libro De Vitae Caesarum, de Cayo Suetonio Tranquilo. No hay ninguna otra fuente próxima.
Pues debe usted saber, mi querido don Miquel, que el tal Suetonio era un cotilla, un chismoso, un lengualarga y un mariñas de muchísimo cuidado. Vamos, un mal bicho. Pomposo, pedante y presumido como él solo; bastante leído, eso es verdad, pero un correveidile que escribía –como tantos– a sueldo del poder. Y el poder, cuando Suetonio se puso a redactar aquello, lo ocupaba el emperador Adriano, un buen chico de la familia Elia y de la llamada dinastía de los Antoninos. Pero es que los Antoninos tenían de la familia Julia, o Julia-Claudia (la de mis señoritos Calígula, Claudio, Nerón, etc.) más o menos la misma opinión que usted tiene de Puigdemont. Los Julios eran la peste, el enemigo venturosamente vencido y denostado por todos. Quien pretendiese escribir, en los tiempos de Trajano o Adriano, algo no ya mínimamente elogioso sino al menos ecuánime sobre Calígula, Claudio o Nerón (a Augusto lo respetaban un poco más; tampoco tanto, ¿eh?), padecería las mismas penalidades que alguien que hoy mismo, en TV3, pretendiese decir que Inés Arrimadas ganó las últimas elecciones catalanas o que los indepes no tienen allí la mayoría de los votos. Así que Suetonio se sumó, como todo el mundo, al nutrido coro de maricotillas y calumniadores de los julio-claudios. Sobre mi señorito Calígula, lo que no sabía se lo inventaba. Y el muy cabrito tenía una imaginación portentosa. Además tenía talento. Esto era lo peor de todo.
Calígula se hizo dios a sí mismo porque temía a los tormentos infernales, y los dioses no van al infierno. Algunos van a Bruselas; pero al infierno, no
Sí, es verdad que a mí me hizo senador. Todo el mundo dice: qué barbaridad, qué loco estaba Calígula, ¡hacer senador a un caballo! Pero casi nadie pasa a la siguiente pregunta: ¿Qué clase de caballo sería yo para merecer la toga senatorial? ¿Estuve entre lo peor de mi Legistatura? De corazón le digo a usted que no. Hablé muy poco, pero siempre con comedimiento. No se me puede comparar, honradamente, con el lameculos de Cneo Léntulo, un redomado pelota que propuso que mi señorito Calígula fuese, además de emperador, cónsul. Ni con el pelmazo de Cneo Acerronio, que aburría a las estatuas con su facundia vacía. Ni con Marco Aquila, un botarate hecho a la medida de la famosa frase: no hay nada peor que un tonto con iniciativa.
Diga lo que diga la víbora de Suetonio, ni Nerón incendió Roma (hoy se sabe esto, por fin), ni Claudio era un borracho ni un ludópata, ni Cayo Calígula era un monstruo. Era lo que técnicamente podríamos llamar un gilipollas, un niño malcriado y caprichoso. Se volvió loco, sí, pero como tantos que llegan al poder e inmediatamente se creen símbolos imprescindibles para la supervivencia de la Patria; estoy pensando en el presidente celestial, virtual o anagógico de Cataluña, con g de anagogía: elevación y enajenamiento del alma en la contemplación de las cosas divinas; esto le debe de ocurrir cuando se mira al espejo. A Calígula le dio por hacerse dios a sí mismo, pero por la misma razón que su bisabuela Livia, la terrorífica esposa de Augusto: era profundamente creyente y, consciente de la gran cantidad de cabronadas que había hecho, y temía los tormentos eternos del infierno. Y los dioses no van al infierno. Algunos van a Bruselas, pero al infierno, no.
La alcaldesa de Girona debería saber que el 1 de octubre fue durante décadas el “Día del Caudillo”: el aniversario de la exaltación de Franco a la jefatura del Estado
Usted, don Miquel, sabe mejor que nadie que para hallar la verdad de las cosas jamás hay que fiarse de una sola fuente. Y el canallita de Suetonio es, todavía hoy, casi la única, o al menos la más difundida sobre aquellos tiempos. Podría haber escrito lo que le diese la gana. De hecho, escribió lo que le dio la gana. Al menos sobre mí. Me convirtió en un símbolo.
Los símbolos son importantísimos y tienen un gran poder sobre las gentes. Bien lo saben los independentistas catalanes, que los manejan muy bien aunque a veces se equivocan. Y mucho. Por ejemplo: la por tantos motivos ilustre doña Marta Madrenas i Mir, alcaldesa de Girona, ha hecho aprobar en su Ayuntamiento el cambio de nombre de la plaza de la Constitución, que a partir de ahora se llamará plaza del 1 de Octubre. No debería ignorar (dada su edad) la eminente munícipe que, hace algunas décadas, había en toda España numerosas plazas y calles (en Madrid, un gran hospital) dedicadas a esa fecha. Porque el 1 de octubre era el Día del Caudillo, es decir, el aniversario de la “exaltación de Franco a la jefatura del Estado”. El simboler en cap del Ayuntamiento debía de estar de libranza el día en que se tomó tal decisión; si no, no se explica semejante patinazo. Porque de ahí a proclamar que la República Catalana es una unidad de destino en lo universal no hay más que un leve tránsito retórico, don Miquel. Y luego se meten ustedes con Calígula…
Quedo a sus pies, suyo afectísimo.