Las imágenes vividas el domingo 3 de noviembre en Paiporta son mucho más que una vergüenza colectiva. Contemplar a decenas de ciudadanos gritando su desesperación a los Reyes, mientras otros insultaban a Pedro Sánchez y le perseguían hasta que sus escoltas lo introdujeron en el coche y se lo llevaron, marcará un antes y un después en la memoria de nuestro país.
No seré yo quien diga que la violencia y los insultos puedan ser el camino, pues nunca lo son. Pero negar la relevancia de esa desesperación y ese hastío de tantos sería un error fatal. La historia nos enseña que, en momentos así, es cuando más falta hace una mirada que quiera entender verdaderamente. Y los líderes necesarios para hacerlo.
Tensión y riesgo
Y lo cierto es que los únicos que miraron a los ojos de la desesperación el pasado domingo, los únicos que supieron entender de verdad la importancia de lo que estaba –y está- pasando, fueron el Rey y la Reina. Solo ellos supieron -como siempre- estar a la altura de sus responsabilidades. Con la cara, las manos y la ropa manchada de barro, no se arredraron y quisieron seguir escuchando las quejas -angustiadas- de los ciudadanos. Mirándoles -insisto- a los ojos, dándoles la mano o incluso abrazándoles, el Rey y la Reina no tomaron el camino fácil del desentendimiento y la huida, a pesar de la tensión y del riesgo -evidente- para su integridad. Allí estaba un pueblo doliente y enfadado, con razón; allí estaban españoles y españolas que merecían ser escuchados y don Felipe y doña Letizia, los únicos dispuestos a hacerlo. Así que, simplemente, se quedaron a cumplir con su deber mientras Pedro Sánchez, cabizbajo y ausente, se dejaba llevar por sus escoltas y abandonaba el lugar.
Hay mucho que reflexionar acerca del momento en que vivimos y cómo hemos llegado a él. La España que decidimos darnos hace cuatro décadas, la que hemos venido construyendo entre todos desde entonces, lo exige. Y, sobre todo, lo exigen quienes –legítimamente- claman contra la nefasta gestión de una catástrofe que, al margen de su naturaleza extraordinaria –o precisamente por ello-, requería de una altura de miras que ha brillado por su ausencia.
Es indudable que, como se ha visto con claridad, tal inacción ha agravado las consecuencias del desastre provocado por las riadas padecidas por los valencianos y los manchegos
La España de las autonomías no puede justificar la desatención de la razón de ser del propio Estado. Y menos aún puede hacerlo la contienda política y la polarización que venimos padeciendo en los últimos años. No sé si tienen razón quienes señalan que la inacción del Gobierno de la Nación, al no acudir a los instrumentos legales que le habilitaban para asumir la gestión centralizada de la crisis, ha obedecido a un interés bastardo en trasladar la presión a las autoridades autonómicas valencianas. Me cuesta desde luego creer que algo tan vil pudiera hallarse en el origen de unas decisiones, la de no activar lo previsto en la Ley Orgánica 4/1981 -cuyo artículo 4.a permitía sin duda declarar el estado de alarma-, ni tampoco lo contemplado en la Ley 17/2015 -cuyos arts. 28 a 30 igualmente autorizaban al ministro del Interior a declarar la emergencia de interés nacional y asumir la ordenación y coordinación de las actuaciones precisas para combatirla, así como la gestión de todos los recursos estatales, autonómicos y locales necesarios para ello-. Pero es indudable que, como se ha visto con claridad, tal inacción ha agravado las consecuencias del desastre provocado por las riadas padecidas por los valencianos y los manchegos.
Frentismo ideológico
Así que ahora toca reflexionar, comprender –como evidenciaron los Reyes el domingo- que el liderazgo político y moral debe anteponerse a cualquier otra consideración, asumir las consecuencias de un mal –el del frentismo ideológico a espaldas de las necesidades de los españoles- que parece haberse convertido en endémico entre nuestros gobernantes y, sobre todo, decidir si queremos mirar a los ojos de la insatisfacción colectiva y buscar entre todos las soluciones que precisa nuestro país o limitarnos a negar la evidencia y seguir aspirando, únicamente, a ganar elecciones. Lo demanda nuestra historia común, nuestro presente cuestionado y, por encima de todo, el futuro que nos merecemos.