Opinión

La muerte no tiene la última palabra

Los imbéciles habituales salieron a reírse de sus palabras. Es el recurso de quienes no dan para más, de quienes nunca se exigen más

  • Andy y Lucas. -

“Si me llama Bildu no voy, son etarras y han matado gente.”

Ahí está condensada la línea roja de la sociedad española. De cualquier sociedad, si vamos más allá de nuestra particularidad. Una declaración corta, directa y sin aspavientos que recoge la frontera moral más básica: no queremos tener nada que ver con quienes se sienten cómodos entre asesinos.

El contexto permite entender el origen de la declaración, y la hace aún más grande. Entrevista a Andy y Lucas, el dúo de músicos gaditanos. Hace una semana participaron en la Fiesta de la Resurrección, un festival organizado por la Asociación Católica de Propagandistas. Les preguntaron por qué decidieron decir que sí, y contestaron en qué circunstancias dirían que no. “Si nos llaman en el Orgullo Gay vamos también. Nosotros hacemos música. Otra cosa es que me llame Bildu. Si me llama Bildu no voy, son etarras y han matado gente”. 

Su público y su límite es la gente decente, que no es lo mismo que la gente buena. La bondad es un extra que no se le puede pedir a nadie, la decencia es un mínimo que se debe pedir a todos. La mayoría de nosotros estamos ahí. En Bildu están Arnaldo Otegi, Mertxe Aizpurua o David Pla

La respuesta automática de cualquier persona decente a cualquier ofrecimiento de Bildu debería ser la de Andy y Lucas. “No. Son etarras, han matado gente”. Se podría teorizar sobre ello, se podría escribir un librito de filosofía moral, pero Andy y Lucas no son pensadores, y no hace falta ser un pensador para saber que Bildu es mucho más que un partido político; es una filosofía de muerte.

Los imbéciles habituales salieron a reírse de sus palabras. Es el recurso de quienes no dan para más, de quienes nunca se exigen más. Pero estos dos cantantes han dicho con sencillez lo que muchos otros, con lecturas y experiencia política, jamás se han atrevido a afirmar de manera categórica. El suyo es un mensaje claro y universal. Se puede decir con palabras sencillas, y se puede decir con la profundidad del padre Barry en La Ley del Silencio, tras el asesinato de Kayo Dugan.

-Vine aquí a cumplir una promesa. Di mi palabra a este hombre de que si él les hacía frente yo estaría a su lado. Con todas las consecuencias. Dugan ha muerto. Era uno de esos hombres a quienes Dios ha concedido el don de la valentía. Pero esta vez lo arreglaron, lo arreglaron para siempre. Hay quien asegura que la crucifixión ocurrió sólo en el Calvario; que despierten ésos. Matar a Joey Doyle para impedir que declarase fue una crucifixión. Eliminar a Kayo Dugan simplemente porque estaba dispuesto a declarar mañana es otra crucifixión. Cada vez que esos malvados aplastan a un hombre que intenta cumplir sus deberes de ciudadanía es una crucifixión. Los que contemplan impasibles estos crímenes, los que silencian cuanto saben sobre lo ocurrido, son unos cómplices más. Como el romano que clavó su lanza en el cuerpo del Señor para ver si estaba muerto.

En ese momento, en ese preciso momento, se nos presenta la certeza de que, efectivamente, la muerte no tiene la última palabra. Tal vez porque aquella muerte hace más de dos mil años nos permitió darle un sentido más profundo a cada uno de nuestros pequeños gestos de compromiso con el bien, la decencia o la justicia. Los lacayos del jefe mafioso comienzan a arrojar objetos al cura. Mancillan el improvisado sudario con una pieza de fruta podrida, y al ver que el cura continúa con su homilía le golpean en la cabeza con una lata de cerveza. Pero el padre Barry no deja de transmitir el mensaje que eleva y remueve conciencias. Terry Malloy experimenta por fin la claridad moral. La intuición que nos salva. “¡Vuelva a su iglesia, padre!”, le había dicho uno de los lacayos tras el primer objeto arrojado. El cura señala al cadáver.

-¡Por qué! ¡Ésta es mi iglesia! ¡Y si no creéis que Cristo está aquí en estos muelles estáis equivocados!

-¡Váyase del muelle!

-Todas las mañanas, cuando oís el silbato para el trabajo, Jesús está con vosotros en la formación. Se da cuenta de por qué se da trabajo a unos y no se admite a otros. Ve a los padres de familia preocupados por conseguir un jornal para llevar un pedazo de pan a sus casas. Y ve también cómo vendéis vuestras almas a esa turba por un día de jornal. Qué piensa Cristo de los que no trabajan y viven a costa del esfuerzo de los demás. Qué piensa de los individuos que llevan trajes de 150 dólares y sortijas de brillantes, adquiridas a costa de vuestro sudor. Qué piensa Él, que habló contra el mal sin temor alguno a represalias, de vuestro cobarde silencio. 

Y lo que hicieron con Joey, lo que han hecho con Dugan, os lo hacen a vosotros. A ti, a ti, ¡a todos! Sólo vosotros, y sólo con la ayuda de Dios, tenéis poder suficiente para impedir sus monstruosos crímenes

Terry Malloy acaba de dar el paso. Golpea a uno de los matones cuando estaba a punto de arrojar otro objeto al cura. “¿Has visto eso?”, le pregunta otro gorila a Johnny Friendly, el jefe mafioso. Claro que lo ha visto. Malloy ha quedado expuesto. Ante los criminales, ante los que aún son cobardes y ante el Señor. 

-¿Os digo qué tienen de malo los muelles? El amor al dinero maldito. Y para vosotros el amor al dinero es más importante que el amor al prójimo. Eso es tanto como olvidar que todos somos hermanos en Cristo. A pesar de ello, Cristo está siempre con todos. Está en vuestra formación, en las bodegas, en el sindicato, arrodillado junto al cuerpo de Dugan. Él dijo a todos los hombres: “Si herís al más pequeño de los míos, me herís a mí”. Y lo que hicieron con Joey, lo que han hecho con Dugan, os lo hacen a vosotros. A ti, a ti, ¡a todos! Sólo vosotros, y sólo con la ayuda de Dios, tenéis poder suficiente para impedir sus monstruosos crímenes. 

Se hace el silencio. El cura se dirige por última vez a Dugan, el hombre asesinado. “De acuerdo, Kayo”. Y se dirige de nuevo a su parroquia de hombres débiles pero capaces de salir de su cobardía. Les mira a los ojos. “Amén”. Hace la señal de la cruz. A partir de ese momento, Terry Malloy se niega a seguir siendo cómplice. Acaba de ser salvado, gracias a las palabras del Señor o al ejemplo de un hombre bueno.

Nuestro añorado David Gistau comentaba una anécdota curiosa en el coloquio de ‘Cine en blanco y negro’, tras la emisión de la película. Decía que él recordaba otro final. En su memoria, el personaje de Marlon Brando era finalmente asesinado. “En mi recuerdo Marlon Brando no ganaba. Marlon Brando, como corresponde a un mesías, era crucificado por los gangsters”. Probablemente, influyó el recuerdo de otros crucificados reales, cercanos. José Luis López de Lacalle, Francisco Tomás y Valiente, Manuel Zamarreño, Avelino Palma, Alberto Martín Barrios. Sabemos dónde están hoy quienes los asesinaron, quienes celebraron esos asesinatos y quienes deciden no callar ante la cultura de la muerte.

El lema del festival en el que actuaron Andy y Lucas tiene desde luego un significado especial para el creyente, pero cualquiera puede sentirse interpelado. “La muerte no tiene la última palabra”. Podemos pensar que la muerte sí es el final, que no hay nada más allá, que la injusticia se impone, que merecíamos otra cosa. Pero la última palabra es siempre nuestra, y de ella depende nuestra salvación inmanente. 

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