Opinión

El odio heredado

Me van a perdonar los matones habituales, pero no pienso dedicar este artículo al sabotaje que ellos y los suyos han vuelto a cometer contra la Fiesta Nacional

  • Un soldado israelí entre tanques en la frontera entre Israel y Gaza. -

Me van a perdonar los matones habituales, pero no pienso dedicar este artículo al sabotaje que ellos y los suyos han vuelto a cometer contra la Fiesta Nacional del 12 de octubre. Como todos los años, estos salvapatrias de los c…nes han vuelto a enmierdar una celebración solemne y común, que deberíamos compartir y respetar todos, con sus gritos, sus silbatos y, en este año, con sus alusiones al asesino Txapote, al que deben de tener en gran estima, visto el denuedo con que lo invocan. Ni media palabra más. Lo hacen nada más que para eso, para que se hable de ellos. Yo no.

Mucho más importante que los jueguecitos publicitarios de esos sinvergüenzas es la tragedia que se ha desencadenado en Israel y Palestina. Esa expresión, "se ha desencadenado", podría mover a pensar que se ha desencadenado sola. No es verdad. No hay forma de disimular que lo que ha ocurrido, y sobre todo lo que está a punto de ocurrir –que es el mismo infierno–, ha sido urdido, planeado, provocado y ejecutado por Hamás, el grupo terrorista y yihadista que mantiene sometida desde 2007 a la diminuta franja de Gaza, un lugar de 360 kilómetros cuadrados. Eso es más o menos la extensión del municipio de Orihuela. Pero en Orihuela viven unas 87.000 personas y en la franja de Gaza hay 2,4 millones. Es el lugar más densamente poblado del mundo.

En la madrugada del sábado, 7 de octubre, cayó sobre Israel una lluvia de cohetes como nunca se había visto. Al mismo tiempo, alrededor de 1.500 militantes de Hamás invadieron el país vecino a sangre y fuego. Neutralizaron sin dificultad los ultramodernos sistemas de vigilancia israelíes. Reventaron por casi 30 puntos (la mayoría en el sur, menos poblado y defendido) la sofisticada valla de cemento, acero y hierro que hasta ahora ha aislado la franja. Usaron para romperla bombas y excavadoras. Entraron primero en motos; inmediatamente después en furgonetas, y hubo unos cuantos que, pensando en la propaganda de las redes sociales, cruzaron en ala delta o parapente. Fue una invasión en toda regla cuidadosamente grabada con los móviles.

Los terroristas, siguiendo un plan impecable, tomaron varias bases militares; allí mataron o secuestraron a los soldados que las guardaban. Un grupo de medio centenar de asesinos llegó en varias furgonetas al festival Supernova, un encuentro de fans de la música electrónica que se celebraba en el desierto, al sur del país, y al que habían acudido unas 3.000 personas, la mayoría chavales. Empezaron a disparar. Se han encontrado (a día de hoy) 260 cadáveres. Los matarifes se apostaron en los lugares de salida del recinto y ametrallaron a los que trataban de huir. A otros, aleatoriamente, los secuestraron. No es más que un ejemplo de lo que ocurrió aquella noche.

Hasta ahora mismo se cuentan más de 2.000 muertos israelíes… y otros tantos palestinos. ¿Y por qué lo hicieron? ¿Y para qué? ¿Qué pretendían conseguir?

El Mossad, el legendario servicio de inteligencia israelí, que siempre pasó por ser el mejor del mundo, ha quedado en el más espantoso de los ridículos. Nadie, pero nadie imaginó, previó o recibió siquiera un soplo de lo que iba a ocurrir: el ataque terrorista más grave que ha sufrido Israel desde 1948, año de la fundación del Estado hebreo. Estaban implicadas miles de personas perfectamente organizadas. Es prácticamente imposible guardar un secreto de esa envergadura con semejante multitud. Pero lo hicieron. Hasta ahora mismo se cuentan más de 2.000 muertos israelíes… y otros tantos palestinos. ¿Y por qué lo hicieron? ¿Y para qué? ¿Qué pretendían conseguir?

Ni uno solo de los atacantes ni de los atacados había nacido cuando se fundó el Estado de Israel, hace 75 años. La lógica hace pensar que los agravios, los odios, los rencores que han movido a Hamás a organizar esta matanza tienen que ser más recientes. Pero la lógica no siempre funciona –rara vez funciona– en esa zona del mundo. Más de la mitad de los 2,4 millones de personas que se hacinan en la franja de Gaza tiene menos de veinte años. El 90% de todo ese gentío vive bajo los umbrales de la pobreza. Es uno de los pocos lugares que quedan en el mundo en los que el hambre es algo cotidiano: dependen de la ayuda humanitaria internacional. La energía eléctrica y el agua proceden de Israel, y llegan con cuentagotas. Hay quien ha definido a Gaza como la prisión a cielo abierto más grande del mundo. La definición es impecable, porque los gazatíes apenas pueden entrar o salir de allí. En esas condiciones, no es demasiado difícil convencer a los desesperados (que son todos) de que los agravios de hace tres cuartos de siglo siguen vigentes. Que son suyos. Y que hay que vengarlos, porque Dios lo quiere.

En esa cárcel a cielo abierto hay dos grupos de carceleros. Uno es el de los israelíes, que mantiene el lugar en estado de sitio y, hasta el sábado pasado, impecablemente cercado. Pero los otros carceleros son los de Hamás, apoyados desde siempre por Irán: un grupo de fanáticos cuyos líderes no viven en Gaza y a los que conviene mantener a la población en un estado de miseria permanente, porque eso les echará en sus brazos. La Autoridad Nacional Palestina, que gobierna en Cisjordania, no existe en Gaza. La franja es, en realidad, un estado islámico encubierto al estilo del iraní. Nadie ha elegido a los líderes de Hamás para que les gobiernen. Es una dictadura. Y un polvorín. Y una fábrica de carne picada. Carne humana, desde luego.

Está claro que entrarán y que, cuando entren, será el Apocalipsis. Debemos prepararnos para una matanza de proporciones desconocidas

Lo que va a suceder ahora (ya ha empezado) es el mismo infierno. Cuando escribo esto, jueves por la tarde, Israel ha dejado a toda Gaza sin luz y sin agua hasta que se libere a los rehenes. No lo harán, todo lo contrario. Ese sitio por hambre y sed, casi medieval, no logrará que se rinda nadie. El gobierno de "unidad nacional" formado por Netanyahu, siniestro personaje que nunca se ha distinguido por su respeto a los derechos humanos ni por su tolerancia, ha rodeado las fronteras de Gaza con 300.000 soldados. Está claro que entrarán y que, cuando entren, será el Apocalipsis. Debemos prepararnos para una matanza de proporciones desconocidas desde Bosnia o Ruanda o Camboya o la última guerra mundial. Los de Hamás lo saben. Utilizan los hospitales y las escuelas como centros de organización, y desde sus azoteas lanzan los cohetes, lo cual convierte a esos edificios en objetivos militares de los israelíes. ¿Por qué? Porque Dios lo quiere. ¿Les importa que en los próximos días o semanas mueran miles, o decenas de miles de personas? En absoluto. Si sucede, será la voluntad de Dios. Y la culpa será de Israel. No suya.

Hace muchos años le preguntaron al rey Fáisal, de Arabia Saudí (que murió asesinado por su hermano en 1975), cuál creía él que sería la solución definitiva para el problema de los palestinos. El rey contestó con lo que seguramente él quería que fuese una broma: "¿La solución definitiva? Exterminarlos a todos". Si era una broma, maldita la gracia que tuvo, desde luego. Pero ahora mismo, en Oriente Medio, ¿a quién le importa la vida de los palestinos? A Hamás, desde luego que no; son su carne de cañón y nada más. Y al gobierno israelí está claro que tampoco le mueven sentimientos humanitarios hacia esa gente desesperada, de cuya tierra han salido los misiles y los asesinos que han matado a más de 2.000 hebreos, lo nunca visto. A los únicos a quienes importa la vida de los palestinos es a los occidentales. Así que no es imposible que, de aquí a un plazo no demasiado largo, Gaza deje de existir: que la población sea obligada a marcharse (¿a dónde? ¿Por dónde?) y que Israel convierta esos 360 kilómetros cuadrados, con todo lo que contienen, en un solar.

No buscan una victoria que saben imposible: pretenden que Occidente se eche encima de Israel por su represión y, con un poco de suerte, que haya otra guerra entre árabes y judíos

¿Es esto lo que pretenden los fanáticos de Hamás? Seguramente no, porque se quedarían sin siervos y sin gente a la que poner como pretexto para sus atrocidades. Lo que han buscado con esta matanza es otra mayor, de la que sus líderes y cuadros organizativos sin ninguna duda escaparán. No buscan una victoria que saben imposible: pretenden que Occidente se eche encima de Israel por su represión y, con un poco de suerte, que haya otra guerra entre árabes y judíos. Es decir, trabajan para asegurar su propia supervivencia como grupo de fanáticos.

Dicho de otro modo: que los males, los agravios, los rencores heredados de los abuelos, sigan vivos y se multipliquen entre los que ahora son jóvenes. Si a uno no le importa la vida de los demás, es difícil imaginar un método más eficaz para seguir manejando el cotarro. Y es difícil, por no decir imposible, imaginar cómo ni cuándo acabará esta locura. Continuará durante generaciones. Porque Dios lo quiere.

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