Opinión

Un país de mentirijillas

El hombre del que habla esta breve historia decidió empezar la semana con la mente en blanco. Limpio. Se dijo a sí mismo: voy a hacer que me afecten solo

El hombre del que habla esta breve historia decidió empezar la semana con la mente en blanco. Limpio. Se dijo a sí mismo: voy a hacer que me afecten solo aquellas cosas que me interesan. Y entonces, meticuloso como era con las palabras, pensó que muchas veces hablamos de asuntos que importan como si nos interesaran. Y no, pensó, importar no es lo mismo que interesar. Quería medirse. Iniciar un día sin contagios mentales, y para eso nada mejor que negarse a poner la radio mientras toma su primer café. No atender los guasap que no sean los de la familia. No leer el periódico.

Tenía la ilusión de experimentar un día, uno solo, sin interferencias en su cabeza, o al menos sólo con las que él decidiera que entraran en ella. Y entonces comprobó que un alto número de pensamientos, sucesos, y hechos no le pertenecían. Entraban en su vida porque alguien así lo pretendía, y de esta forma iba construyendo el relato de un día -¡ay, el relato!, palabreja tonta que nada dice ya-, con los materiales que otros iban colocando frente a su mirada y al alcance de su oído.

Las cosas que le importan para vivir y dejar vivir son pocas, y desde hace dos mil años un emperador romano de pensamiento estoico las fue escribiendo tras la batalla en una tienda de campaña: amabilidad, valentía, verdad, confianza, sencillez, gobierno de sí mismo.

El segundo café del día lo tomó en el sitio de siempre. Notó enseguida la novedad en forma de normalidad recuperada: tomarlo frente a la barra. Nunca creyó que el verdadero lujo tuviera que ver con cosas tan sencillas. Otra lección para este día sin contagios, dijo para sí. La camarera le llama por su nombre y le sirve sin preguntar lo de siempre. Vaya, volvió a pensar, éste era otro lujo de esos que llegan con mucho valor y poco precio. Junto a la taza le ponen un periódico, pero nuestro hombre ni lo mira. Y recuerda un sucedido que le contaron sobre una visita que Pío Baroja hizo a un centro de El Corte Inglés. Los orgullosos dueños del primer centro comercial querían que el escritor lo viera y les dijera lo que pensaba de un negocio que desentonaba con aquellos años de ajustes, de ausencias y escasez. ¿Qué, don Pío, a qué es maravilloso? Debe serlo -respondió-, pero está lleno de cosas que no necesito.

Una afición recuperada

Y pensó para sí: Lo mismo que el periódico. Lleno de cosas que no me importan y no necesito para vivir. Y entonces disimuladamente lo apartó. Tan decidido a vivir su vida y ser dueño de sus inquietudes ni se molestó en leer la portada. Y así, mientras saboreaba el café no pudo evitar escuchar las conversaciones de la barra, que era otra afición perdida con la pandemia y hoy poco a poco recuperada: escuchar lo que hablan otros. No, no es un curioso ni un cotilla. Vamos haciendo nuestra vida con los pequeños retales que escuchamos de otras conversaciones que, unas sí y otras no, hacemos nuestras.

No, no es lo que sale al aire, es la forma en que transforma a las personas en lo que no son, y así van por ahí con los argumentos de otros que a su vez han escuchado a otros

A las diez de la mañana cada cliente lleva dentro un locutor de radio, y en algunos casos un tertuliano sobrado de información e irrefutables opiniones. Este es el valor de la radio, decía para sus adentros nuestro hombre. No, no es lo que sale al aire, es la forma en que transforma a las personas en lo que no son, y así van por ahí con los argumentos de otros que a su vez han escuchado a otros. Es gran conversación de la que hablaba Robert Maynard, esa que nos retroalimenta constantemente hasta el punto de que no sabemos qué es lo que nace dentro y que llegó a nosotros de otros insospechados lugares.

Pero una cosa es proponerse un reto y otra contener la tentación. Los parroquianos, palabra vieja y sin sitio entre tanto pedante con alma de anglicismo, hablan y no paran de una entrevista que le han hecho a Iván Redondo, el que fuera jefe de gabinete de Pedro Sánchez. Uno de ellos se sorprende -en realidad dice que alucina-, de que un tipo tan mediocre haya sido tan poderoso y haya maquinado tanto en los últimos años.  Hay quien se sorprende de que tuviera en sus manos el manejo de los fondos europeos. Hay quien se toma a cachondeo que habiendo servido al PP y al PSOE se califique de hombre de principios. Y, para terminar la ronda, hay quien sube el tono de su voz para decir: ¡pero si mandaba más que los vicepresidentes!  

El jefe de los espías

Cambiaron el tercio. Y entonces uno que había escuchado en la radio la voz de un locutor que come serpientes aliñadas con tabasco convirtió su concurso en una metralleta que cargaba a discreción contra Juan Carlos I, que se comía los fondos reservados en metálico para no dejar rastro a golpe de cinco millones al mes cuando había pesetas, y contra uno que fue el jefe de los espías.  ¡Pero, tíos, -y miraba a sus escuchantes como si fuera un torero brindando en el centro del platillo-  si hasta querían cargarse a Pedro J. y a Cebrián!

Cuando el último tertuliano de la barra se disponía a contar los chanchullos de Pep Guardiola para regularizar el dinero negro que tenía en Andorra, el hombre que soñaba con un día limpio y soberano pagó su café y decidió salir a la calle. Quizá el aire fresco del otoño le ayudara a ordenar sus ideas. Le faltaba fé. Temió estar volviendo a un día ya vivido. Esos días en que se siente un invitado por gentes que nunca ha visto. 

Mientras paseaba pensó en lo difícil que es no saber aquello que no quieres saber. Era verdad: La vida es eso que sucede mientras hacemos planes, que decía Lennon. Dudó de los suyos, de si verdaderamente eran suyos los planes que se había propuesto al salir de su casa. Y entonces se perdió camino del Retiro madrileño envuelto en una nube en la que se iba ahogando al recordar el país en el que vivía. Y pensó en el final de un poema que tanto le gustaba: Un hombre para un año para nada/ delante de su hastío para todo.         

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