Contenía el Eclesiastés (en la Vulgata antigua; esta frase fue expurgada en el concilio Vaticano II) una sentencia que conviene no olvidar: Perversi difficile corriguntur et stultorum infinitus est numerus. Les traduzco: los malvados difícilmente se corrigen y el número de los tontos es infinito.
No estoy yo tan seguro de esa infinitud. Es cosa generalmente aceptada que, en nuestro país, entra un tonto por Finisterre y simultáneamente cae otro tonto al mar en Almería, lo cual nos da una idea de lo crecido de su número. Pero de ahí a la infinitud hay un trecho, sobre todo si tenemos en cuenta que la tipología (y por lo tanto la nomenclatura) de los tontos es abundantísima. El ilustre Delfín Carbonell, en su Diccionario sohez, recoge muchos más ejemplos de los que cabrían aquí. Desde el sencillo y cándido tonto de capirote hasta el irremisible tontoelhigho, que le gustaba usar a Antonio Gala, pasando por el tonto de baba, el tontolculo, el tonto esférico o prístino, el Abundio, el tonto escrotal (vulgarmente, tontoloscojones), el más reciente “tonto a las tres” y por ahí seguido hasta llegar al que en Andalucía llaman, barrocamente, 'tonto con balcones a la calle'. Durante años tuve a este último por el tonto máximo e insuperable, algo así como el doctor honoris causa de los tontos, hasta que me hablaron de otro aún mejor: el 'tonto con derecho a prestaciones sociales', que me parece, este sí, el cenit, la culminación, el diamante, flor y espejo de la tonticie.
Otros estaban en contra del virus, pero tampoco todos porque bastantes sostenían que el virus no existe, que es un invento de Pedro Sánchez y Bill Gates para controlar el mundo
Pero ¿infinitos? No, yo creo que no. Hace unos pocos días se reunieron en la plaza de Colón de Madrid apenas un par de millares de personas. Naturalmente para protestar, que es para lo que está la plaza de Colón. ¿Para protestar contra qué? Bien, pues eso es más complicado de entender. Muchos estaban en contra del uso de las mascarillas. Pero no todos, porque algunos las llevaban. Otros estaban en contra del virus, pero tampoco todos porque bastantes sostenían que el virus no existe, que es un invento de Pedro Sánchez para controlar el mundo. Otros clamaban que lo que estamos sufriendo no es una pandemia sino una plandemia o sicoplandemia terrorista, como cursimente la llaman; es decir, una engañifa urdida desde oscuros despachos y remotos desiertos para acabar con nuestra libertad, nuestra alegría, nuestra riqueza y nuestras ganas de irnos de vacaciones. Otros, muchos, sostenían (todo esto simultáneamente) que las vacunas matan (¡!), que la tecnología de los teléfonos móviles mata (¡!), que el confinamiento no salva vidas sino que también mata (¡!), que las mascarillas matan (ay, madre) que los rebrotes del virus no existen (los nuevos infectados se han multiplicado por once en un mes) y que los gobiernos criminales matan. En esto último hay que admitir que no les falta razón, pero es que no se referían al gobierno de Bielorrusia o Corea del Norte sino a todos los gobiernos (el nuestro entre ellos) que están haciendo cuanto pueden para doblegar al virus con criterios científicos.
Allí estaba, cómo no, el delincuente Josep Pàmies, un vivales que se está haciendo de oro vendiendo agua mezclada con lejía como si fuese la purga de Benito, y que animaba a todos los presentes a correr por campos y poblados anunciando la buena nueva: el virus no existe y él es una víctima de la conspiración universal contra sus lucrativas patrañas. Allí estaba, como es obvio, mucha gente de extrema derecha que insultaba al Gobierno, a los periodistas y a más gente que diré ahora. Y allí estaban muchos seguidores del último gurú de la necedad hispana: el pobre Miguel Bosé, un hombre en una edad muy difícil (la mía) que acaba de padecer pérdidas personales terribles; entre ellas la de su madre, Lucía Bosé, que falleció a causa de la covid-19. Y Miguel ha reaccionado como es frecuente en estos casos: con una ira tremenda y con una obstinada negación de la evidencia. Da en decir que la pandemia que ha infectado a casi 23 millones de personas en todo el mundo y que ya segado la vida de casi 800.000 seres humanos en todo el mundo es, en realidad, un invento de Pedro Sánchez en complicidad con Bill Gates, y que lo que quieren es inocularnos a todos una falsa vacuna con un microchip para tenernos controlados.
Es imposible que un hombre inteligente como Bosé, que ha conocido a Visconti, a Picasso, a David Bowie y a mucha más gente, diga esas cosas en pleno uso de sus facultades mentales. Lo que merece este señor es compasión, no burlas. Compasión y un largo descanso terapéutico en un centro especializado.
Peligrosos con iniciativa
¿Todos los que estaban en la manifestación de Colón eran tontos? Claro que no. El error está en que, por el uso y abuso del término, solemos confundir tontos con ignorantes, cuando son cosas completamente distintas. El tonto nunca sabe que lo es y no tiene la culpa de su tontedad: nació con pocas luces, a veces con tan pocas que su cerebro es como una maltrecha ala de pollo desplumada de todo ingenio o capacidad de razonar (a eso se le llama Alón), y solo se vuelve peligroso cuando se le ocurren cosas: ya dice mi amigo Paco que no hay nada más peligroso que un tonto con iniciativa.
El ignorante puede redimirse. Puede leer, puede informarse, puede mudar su condición. Pero tiene que querer hacerlo
Así pues, en la gavilla de voceones contra esto y aquello de la plaza de Colón había tontos, eso sin duda, y también gente con mucho miedo que necesita del rebaño para sentirse protegida. Pero también había ignorantes, y yo creo que en mayor proporción. El ignorante puede redimirse. Puede leer, puede informarse, puede mudar su condición. Pero tiene que querer hacerlo. Y eso no es tan fácil cuando el ignorante, que antes se avergonzaba de serlo, ahora presume de ello y lo proclama, porque se siente acompañado por muchos como él. Esto es comprensible en un mundo en el que abundan los canallas especializados en vivir de los tontos, de los ignorantes y de los crédulos, como pasa en las redes sociales y en numerosos canales de televisión. Esa gente que te dice “esto es lo que el Gobierno no quiere que sepas” o que se pregunta siempre “¿qué nos están ocultando?”, frases que invariablemente preceden al embaucador, al mentiroso y al engañabobos.
“El masón al paredón”, gritaban muchos de los variopintos especímenes de la plaza de Colón. Y estos, sobre ser de extrema derecha, ¿son solo tontos o más bien ignorantes? Yo creo que lo segundo. Culpar a la masonería (a la que yo pertenezco desde hace años, como seguramente saben ustedes, y estoy muy orgulloso de ello) de la covid-19 es una prueba fehaciente de ignorancia, como lo es culpar a Bill Gates o a los chinos o a los extraterrestres. Una ignorancia muchas veces deliberada. Usar el término masón como insulto es, a estas alturas del siglo (en la cloaca de los forúnculos, un poco más abajo de estas líneas, hay un pobre hombre que me lo llama a mí con frecuencia, me dicen), es síntoma indudable de ignorancia, de fanatismo o de una mente enferma. Es muy sencillo enterarse hoy de qué es en realidad esa vieja institución ilustrada. Podrían usar, con la misma razón, epítetos como cardiólogo, filatélico o humanista, entre muchos más. Imagínense: “¡Rojo, cardiólogo!” “El contubernio judeofilatélico…” Esas tres, y muchas más, son cosas que uno quiere ser, que le hacen mejor, que cuesta mucho trabajo conseguir y que suelen servir para ayudar a otros. Pues no hay tantas diferencias… salvo el odio de los fanáticos y de los tiranos hacia los masones desde hace tres siglos.
Pero desear el 'paredón' a los masones, casi exactamente en el aniversario del asesinato de García Lorca (que era masón; también por eso lo mataron), no deja lugar a dudas sobre la catadura moral y la adscripción política de quienes lo chillan. Hombre, y sobre su edad, ¿eh? El pareado procede directamente del célebre “Tarancón al paredón”, que le gritaban los franquistas al gran cardenal… hace cincuenta años. Un día le pregunté qué pensaba de aquello. Y se reía: “Hombre, es comprensible porque mi apellido rima con paredón. Habría que ver qué me hubiesen dicho si yo me apellidase, pues no sé, Gutiérrez…”.
¿Es infinito el número de los tontos? No. Es crecido. Pero tampoco tanto, como se vio en la plaza de Colón. Los organizadores esperaban un millón de personas. Aparecieron dos mil. Eso sí, muy ruidosas. En realidad, eso es lo que pasa. El número es limitado, por fortuna para todos, pero el follón que arman es insoportable. Y también deliberado. Sobreviviremos a la pandemia, pero nos va a costar todavía más trabajo sobrevivir al ruido (infinitus est) que segrega esta gallera.