Nuestros gobernantes han basado casi todo el control de la pandemia en dictar reglas de aplicación general en ámbitos geográficos definidos por su mayor o menor incidencia. Sin embargo, una sociedad no solo controla la conducta de sus miembros mediante reglas formales, incluyendo la represión legal por agentes especializados —ya sean estos jueces, policías o figuras de autoridad—, sino también mediante mecanismos informales y subjetivos, basados en la moral individual y el control mutuo entre iguales.
Sería iluso aspirar al nivel de civismo que ha permitido controlar la pandemia en muchos países asiáticos, y más aún si se lograra a costa del individualismo que define a la civilización occidental. Pero en cuanto a la “gestión moral” de la pandemia, nuestros gobiernos podían haber hecho y deben hacer mucho más. No solo han fallado de forma flagrante en dar un mínimo de ejemplaridad (recuerden cómo hasta los ministros incumplían las normas de confinamiento, distancia social y uso de mascarillas) sino que han orientado la publicidad institucional a minimizar la gravedad de la pandemia, resaltar logros pírricos y silenciar la crítica apelando a los prodigiosos efectos de la unidad. Esta estrategia ha escondido el coste, el dolor y la muerte, restando así eficacia al autocontrol que podían haber ejercido las emociones morales.
Observe que, tras el fiasco del “Mata más el machismo que el covid-19”, que promocionaba RTVE el 8 de marzo, los eslóganes gubernamentales sobre la pandemia se transformaron poco después en un animoso “Este virus lo paramos unidos” para pasar en mayo al triunfalismo injustificado del “Salimos más fuertes” y retroceder apenas desde agosto al optimista “España puede” con el que aún intenta negar nuestra evidente impotencia, tanto sanitaria como económica. Durante meses, RTVE se esforzaba en fomentar el auto-homenaje diario de los balcones y los medios oficialistas criticaban a los pocos que osaban publicar fotos, aunque ni siquiera de enfermos sino de ataúdes. Hubo que esperar al mes de septiembre, bien avanzada la segunda ola, para que los anuncios de la campaña “Esto no es un juego” insinuasen apenas las consecuencias de la frivolidad cotidiana que a día de hoy aún sigue promoviendo el Sr. Simón con sus risitas televisadas.
La excusa de la privacidad
El contraste de todas estas campañas celebratorias con la publicidad institucional sobre el tráfico o el tabaco no puede ser mayor. Desde los años 90, la DGT recurre a imágenes de impacto, enfatiza que “Las imprudencias se pagan” y nos involucra emocionalmente en los dramas personales que causan los accidentes. La cajetilla de tabaco nos dice que “Fumar mata”; y desde 2010, encender un cigarrillo exige al fumador no solo pagar impuestos superiores al coste sanitario que ocasiona, sino contemplar un cáncer de pulmón y leer sobre “la muerte lenta y dolorosa” que está provocando.
¿Por qué no se han hecho anuncios similares respecto al covid, tal que interiorizasen una mayor responsabilidad en el ciudadano? ¿Quizá para ocultar los daños de la pandemia? Apoya esta interpretación el que, con la excusa de la privacidad, se haya llegado a restringir el acceso de los fotoperiodistas a hospitales, morgues y residencias de ancianos. ¿Se ha escondido adrede el coste al ciudadano, sacrificando esa interiorización? ¿Se ha hecho así para reducir la responsabilidad política de quienes se saben causantes de la incidencia adicional que ha sufrido nuestro país respecto a vecinos más pobres y con sanidades mucho más “recortadas”, como Grecia y Portugal?
Otros gobiernos sí han hecho una publicidad dura e informativa de las consecuencias. Lo hizo así Italia ya desde el mes de marzo y más aún desde mayo, cuando en España aún nos animaban a regocijarnos. Mal que le pese, la publicidad del Gobierno de España ha estado a la altura de la de Donald Trump, que aún en septiembre, a pocas semanas de las elecciones presidenciales, contrataba una muy criticada campaña de 250 millones de dólares para “derrotar la desesperación e inspirar confianza”.
El español que entra en el supermercado sin mascarilla o que circula sin respetar la distancia de seguridad tolera que el tendero le pida que se cubra o que se distancie
No obstante, no toda la culpa es del Gobierno. En estos meses, ha sido evidente que el control mutuo de los ciudadanos en cuanto a la pandemia ha sufrido las limitaciones propias de una sociedad cuyos miembros tendemos a obedecer al gobernante y sus representantes —ya sean estos curas, policías o comisarios políticos— pero nos rebelamos ante el control que pretenden ejercer nuestros pares. Las encuestas internacionales como la World Values Survey indican que nos importa menos la opinión ajena que a los alemanes e incluso los franceses, y mucho menos que a los suecos.
El facto de la vigilancia mutua
Una hipótesis plausible es que este sesgo es más común en países cuya cultura tiene raíces “católicas”, basadas durante siglos en una teología de la penitencia mucho más elástica y, sobre todo, con mayor intermediación eclesial, con mucho más “pastoreo”. En todo caso, sea cual sea la causa, parece que el español que entra en el supermercado sin mascarilla o que circula sin respetar la distancia de seguridad tolera que el tendero le pida que se cubra o que se distancie. En cambio, tiende a estallar irritado si quien le reprende es otro cliente.
Con la pandemia, esta sanción informal ha tenido, aparentemente, escasa eficacia, mucha menos que en los países nórdicos, donde la vigilancia mutua puede llegar a resultar opresiva (aunque mucho escandinavo prefiera verlo como un asunto puramente de autocontrol y confianza mutua). No debe sorprendernos. Los estudios empíricos observan que la represión entre pares tiene en algunos países (aquellos con una economía de mercado más desarrollada) un efecto “prosocial”, de modo que el castigo de los cooperadores lleva a los no cooperadores a cumplir, lo que favorece el bien común en las interacciones impersonales entre desconocidos.
Sin embargo, en otros países en los que tienen más importancia las relaciones personales, suele aparecer el efecto contrario y se ve perjudicada la cooperación cuando el castigo de los cooperadores a los no cooperadores incita la represalia de estos últimos. En el caso de países como Italia o España, algunos estudios preliminares nos sitúan en un terreno intermedio y según las circunstancias (quién sanciona, qué información se distribuye, etc.) podemos caer de uno u otro lado (lo que quizá enlaza con la hipótesis “católica”).
Sería esta caída una cuestión que un Gobierno idealmente responsable podría aspirar a influenciar, en ejercicio del “codazo suave” que promueve el Nobel Richard Thaler como “paternalismo libertario” y que está tan de moda entre la izquierda moderna de los países más desarrollados, incluida la Nueva Zelanda de Jacinda Arden. Por desgracia, sería mucho pedir a unos gobernantes que parecen haber nacido en el siglo XIX.