Decía Pérez Reverte el otro día que él era un viejo y que, como tal, no podía ser contemporáneo. Que lo único que puede aportar el viejo es la mirada de quien ha vivido y visto mucho. Esa mirada era la que antaño compartía alrededor de la fogata tribal con los más jóvenes. Cuidado, el escritor no hablaba de experiencia ni de conocimiento, hablaba de mirada, de decir cosas que uno ha visto y conoce. Es la mirada del que sabe perfectamente qué puede esperarse del ser humano por haber presenciado tantas traiciones como heroicidades, tantos amigos que te abandonan como desconocidos que te auxilian. La mirada, que no desengaño, podría resultar una brújula más que útil, diría que necesaria, en una sociedad desnortada a fuerza de cambiar a diario de identidad sexual, opinión política y sentido de la vida.
Es una reflexión importante. Los viejos, servidor lo es también, molestamos muchísimo a esos cachorros que aspiran a devorar el sistema para regurgitarlo de nuevo, pero más acomodado a sus complejos e insatisfacciones. Los viejos podríamos decir que ya hemos visto a muchos histriones faltos de la menor idea detentar el poder más absoluto. Los viejos sabemos que cuando la estupidez se derrama a diario desde las alturas del poder acaba empapando a la sociedad, terminando por ser un hato de estúpidos gobernados por sus iguales. Y la igualdad en la ignorancia jamás es igualdad.
Lo viejos sabemos, en suma, que los paraísos en la tierra no existen y que quienes los prometen suelen ser unos sinvergüenzas que pretenden apoyarse en nuestros hombros para alcanzar el Olimpo de los que viven del cuento
Por eso a los viejos se les arrincona, se les denuesta, se les margina, y todo lo que suene a viejo se califica poco menos como de peligroso. La vejez es fascista, les falta por decir a quienes, creyéndose modernísimos, lo único que hacen es defender la viejísima idea de que fuera de su ombligo no existe tierra conocía. A esos terraplanistas de la inteligencia les viene muy bien imponer cuotas de lo que sea para ir reduciendo el riesgo de quedar como lo que son, simples decimales. Fíjense que, con la cantidad de personas que ingresan en política por las cuotas, nadie ha propuesto una de viejos. ¿Saben por qué? Porque a cualquier piernas que se le pase por la cabeza decir la barbaridad más estupenda delante de un viejo, la broma le puede salir cara. No es posible escupir que uno tiene que jubilarse a los sesenta y siete o más ante un viejo sin que, como poco, te lleves un sopapo bien dado. Y con la mano izquierda, que si tamaña barbaridad la hubiese soltado uno de derechas no habría tenido suficiente monte para correr.
Los viejos, singularmente los nacidos en los años cincuenta o sesenta del siglo pasado, conocemos muy bien lo que es trabajar para vivir, pasar apuros económicos, no poder depender de tus padres porque cuando trabajabas lo que ganabas lo entregabas en casa para ayudar a la economía familiar. Sabemos lo que es compaginar estudios con trabajo, no tener fiestas porque había que prepararse tal o cual oposición, no tener más que un duro para toda la vida o pedir de gorra un pitillo. Sabemos las tonterías que se te acaban en cuanto te pones un uniforme con mil chavales más de tu edad y se te planta delante un cabo cuartelero que te grita a cara perro. Lo viejos sabemos, en suma, que los paraísos en la tierra no existen y que quienes los prometen suelen ser unos sinvergüenzas que pretenden apoyarse en nuestros hombros para alcanzar el Olimpo de los que viven del cuento.
Por eso el viejo es, a día de hoy, el principal peligro para los demagogos. Porque no somos ni queremos ser contemporáneos de tanta chochocharla o tanta falsa sororidad, porque la niña Greta nos parece una cría más necesitada de ayuda profesional que una apóstol de nada o porque se nos caería la cara de vergüenza si tuviéramos que cobrar una paguita del estado a cambio de estar todo el día en el bar tocándonos los gladiolos.
Por todo eso sospecho que no tardarán en crear una policía dedicada a vigilarnos a los viejos. Semos peligrosos, que diría Maki Navaja.