Durante décadas, centenares de miles de ciudadanos que se sentían y se sienten españoles, y en mayor o menor medida también catalanes, se desentendieron de unas elecciones que no consideraban suyas, regalando al nacionalismo la gestión cotidiana de lo más cercano e inmediato y con ello el control del enorme presupuesto de la Generalidad, más la oportunidad de constituirse en poder absoluto, en instigador y agente de un sistema educativo discriminatorio y en ocasiones excluyente, y en dueño y señor de los medios de comunicación públicos y buena parte de los privados, convertidos todos, salvo efímeras excepciones, en el descarado brazo propagandístico de un preocupante delirio colectivo.
Si comparamos la media de la participación registrada en las últimas diez elecciones generales celebradas en Cataluña (1986-2016) con las diez últimas autonómicas (1984-2015), comprobaremos como unos 450.000 catalanes se han quedado sistemáticamente en casa cuando eran llamados a participar en los comicios regionales. Ha habido momentos en los que esta diferencia ha sido mucho mayor, como la que se dio entre las autonómicas de 2003 (62,54% de participación) y las generales de 2004 (75,96%): unos 715.000 votantes no nacionalistas pensaron que no era importante acudir a votar en 2003. Especialmente decisiva fue la “deserción” del constitucionalismo en la cita electoral de 2010 (sólo un 58,78% de participación), la que aupó a Artur Mas a la presidencia de la Generalitat y propició todo lo que vino después.
Responsables por omisión
Podemos por tanto hablar de “responsables por omisión”, ya que una de las consecuencias de esta abstención ha sido el aumento exponencial de un sentimiento independentista que ha alcanzado niveles nunca antes conocidos, en parte como consecuencia de una estrategia largamente planeada y eficazmente ejecutada y en parte también como respuesta al malestar social provocado por la crisis económica. La combinación de aquella inercia abstencionista y la sistemática culpabilización del Estado español como origen de todos los males, reales o imaginarios del nacionalismo, explica en buena parte la situación actual, aunque en modo alguno justifica el caos en que hoy vive la sociedad catalana, responsabilidad exclusiva del llamado procés.
La gravísima fractura social, el deterioro de la economía -aún no percibido en toda su dimensión-, la inseguridad jurídica e institucional y su más inmediata consecuencia, el desprestigio de Cataluña y España, son los efectos más notorios de la herencia que deja el golpe de Estado secesionista. Revertir tan lamentable estado de cosas debiera ser tarea prioritaria y urgente del Gobierno que salga el 21-D de las urnas, para lo cual resulta imprescindible la movilización del bloque constitucionalista acudiendo en masa a depositar el voto, porque no hay mejor modo de frenar al secesionismo excluyente y supremacista que ganándole con claridad en las urnas.
Esa es la tarea que incumbe a los ciudadanos. Después, serán los partidos no nacionalistas los que habrán de recoger el testigo y aparcar todo tacticismo. En este sentido, las encuestas señalan a la alianza entre Ada Colau y Pablo Iglesias como más que probable árbitro de la confrontación, el atadijo que inclinará hacia un lado u otro el fiel de la balanza. Se la juega Colau, pero sobre todo se la juega Iglesias. Y se la juega Podemos, cuyas expectativas futuras pasan porque su carismático líder no impida, por acción u omisión, la formación de un gobierno constitucionalista.
Las encuestas también anticipan el descalabro electoral del PP catalán. En términos de país, se trata sin duda una mala noticia, pero la falta de reacción de Mariano Rajoy, la torpeza con la que el Gobierno ha actuado en momentos clave y las debilidades de su candidato, la convierten en casi inevitable. Podría, con todo, tratarse de un mal menor, pues todo parece indicar que será Ciudadanos el que a buen seguro concentre el voto útil del centro-derecha, pudiendo incluso arrebatar al nacionalismo el primer puesto en las urnas y en el Parlament, algo que no ha ocurrido nunca. De las once elecciones autonómicas celebradas, sólo en 1999 y 2003 los nacionalistas fueron superados por el PSC en votos, pero una injusta ley electoral que prima la Cataluña rural le arrebató el primer puesto en número de escaños en favor de aquella ubicua Convergència i Unió.
De la irrelevancia del PP a la consolidación de C’s
La senda hacia la irrelevancia emprendida por los populares en Cataluña configura un horizonte más que preocupante en lo que a garantizar la estabilidad futura del país se refiere. La dura realidad es que los dos partidos más votados en el conjunto de España, PP y PSOE, tienen un peso muy limitado tanto en Cataluña como en el País Vasco, algo que debiera llevar a sus dirigentes a promover una profunda rectificación en sus modos de hacer política. Y eso incumbe también a Miquel Iceta, cuya primera obligación en el momento que nos ocupa, al igual que el resto de candidatos, incluida Inés Arrimadas, será favorecer el entendimiento y no frustrar un Govern constitucional por mor de las posiciones personalistas.
Cataluña no solo elige este jueves entre incertidumbre y progreso, entre prolongar la confrontación o darle una nueva oportunidad al entendimiento. También tiene ante sí la ocasión de abrir la puerta a un Ejecutivo regional que modifique radicalmente el orden de prioridades políticas, apostando por la gestión de los asuntos que en mayor medida preocupan a los ciudadanos; un Gobierno que, como ha anunciado Arrimadas, levante las alfombras tras años de opacidad, instaure la transparencia y acabe con décadas de clientelismo y corrupción institucionalizada; un Gobierno que restablezca la colaboración constructiva con las instituciones del Estado y sitúe la recuperación de la tolerancia y la convivencia como objetivo principal de la legislatura.
Si el nacionalismo catalán ha llegado donde ha llegado es en gran medida porque se le ha dejado llegar, porque el desentendimiento de muchos catalanes no nacionalistas y la perversa política de pactos de los Gobiernos centrales lo han permitido. Demasiada gente no ha ejercido sus derechos y/o no ha cumplido con su obligación cuando debía. Los catalanes tienen ahora la obligación de cambiar esa actitud imprudente y escapista. Ha llegado el momento de la verdad, de reconquistar el destino que hasta ahora solo una parte venía dictando a los demás. El 21-D puede ser el principio de algo o la constatación de que estamos ante un callejón sin retorno. Por fortuna, parece que por primera vez hemos cobrado conciencia de lo que nos jugamos.