Sale ahora la noticia de que España es el tercer país del mundo que más prostitución consume. Un 39% de varones españoles ha pagado alguna vez por sexo. El avance metoo es imparable: ¡con su pan se lo coman! Tanto como los machos deseosos, las prostitutas que lo son porque quieren, porque sí, porque yo qué sé, dan también mucha grima a las feministas de la última ola. Las prostitutas son chicas desconsideradas con su sexo y que se prestan a la horrible normalidad de cobrar por dar placer. Y lo peor: son chicas que han decidido no sentirse débiles ni necesitadas de consejos o compasión. Pero las metoo no se arredran. Su fuerza se funda en la minoría de edad permanente del sexo femenino. A las mujeres normales (no a ellas, por supuesto, que han recibido el don de la clarividencia), hagan lo que hagan y aun pareciendo voluntario o intencionado, se les niega responsabilidad propia y se las juzga por la determinación del ambiente, es decir, de los otros. Las que obran contra la consigna metoo están mediatizadas por una sociedad machista que ejerce sobre ellas su opresión, aun cuando ellas mismas, las pobres, no puedan darse cuenta. La sutileza machista se apodera de la buena voluntad del sexo débil. Y conste que lo del sexo débil es el primer mandamiento del código metoo. O así parece.
Ni el Estado ni las clérigas ‘metoo’ tienen por qué inmiscuirse en la dedicación personal de cada cual, aunque afecte a partes sensibles del cuerpo
Una fiscal dice, a propósito de la estadística, que esto no puede ser y que la prostitución es indigna para las mujeres, un desdoro, una vejación. Da igual lo que ellas digan, porque no se enteran y bastante tienen. Conviene intervenir. Quitarlas de “el oficio” y reformarlas, como antaño a los maricones, según se decía. O mejor incluso: su práctica infamante es como, no sé, el trabajo infantil, que el niño ejecuta sin saber que está explotado. Al fin y al cabo, se vuelve a lo mismo: las prostitutas, por desgracia, son también mujeres y, por tanto, cercanas a cierta minoría mental que les impide valorar la realidad. Y se dice luego que, claro, una prostituta lo dejaría de inmediato si se le ofreciese una alternativa laboral en condiciones. Pero, ¿qué prostituta y qué alternativa?
Quienes optan por la abolición del oficio suelen identificar prostitución con trata de personas. Parece seguro que en muchos casos es razonable pensar así, aunque no se conocen estadísticas seguras. Sea como fuere, la trata de personas es un delito, y ya se encargará de ello la ley. Pero hay mujeres que practican la prostitución de forma voluntaria, sin que nadie las obligue. Tampoco existen estadísticas fiables al respecto, pero prostitutas motu proprio las hay en todas partes y en todo tiempo. A veces incluso salen en los periódicos: prefiero ser puta que camarera, decía una el otro día; gano más y me cuesta menos esfuerzo. Esas son las únicas que interesan para estudiar el asunto de la prostitución desde un punto de vista laboral y, por tanto, moral. Su opción es legítima: establecen una negociación clara con un cliente para recibir de él un dinero a cambio de una serie de operaciones físicas. Una diferencia inmediata con una camarera, por seguir el ejemplo, es que el dinero que esta recibe es a cambio de operaciones físicas que no exigen contacto íntimo con nadie. Pero hay más: la prostituta, a diferencia de la camarera, no declara al Estado sus transacciones económicas y, por tanto, no paga impuestos ni tiene derecho a protección social. Y todavía más: la prostituta consigue por su trabajo, en general, mucho más dinero que la camarera y, mientras pueda, probablemente no esté dispuesta a cambiarse por ella. Y se dice mientras pueda porque, como los futbolistas, la preponderancia física de la prostitución reduce mucho la edad de su práctica. Suele ser una carrera corta.
Las prostitutas no declaran al Estado sus transacciones económicas y, por tanto, no pagan impuestos ni tienen derecho a protección social
Las indignadas quieren que se imponga en España, país machista y rijoso, una abolición que penalice sin distinción a los clientes. Como se hace ya en Suecia y se anuncia en Israel, en ejemplos magníficos de cinismo político. Podría entenderse que fuese Hacienda quien penalizase: al fin y al cabo aquí debe pagar todo dios. Ya lo intentaron las de aquel sindicato fallido, con el ¡oh! generalizado de los buenos. La prostitución, si la juzga el Estado, no debe pasar de los términos económicos del oficio. Ahí reside toda su legitimidad. Pero ni el Estado ni las clérigas metoo tienen por qué inmiscuirse en la dedicación personal de cada cual, aunque afecte a partes sensibles del cuerpo. Porque la prostitución es también una elección, en la medida en que los trabajos puedan elegirse. Hay una mujer adulta, por tanto, que ofrece placer sexual a cambio de una contraprestación económica (de tasa muy variable, por cierto). Entre la prostituta y el cliente hay una negociación que deja claros el comienzo y el final del acto laboral y las particularidades que durante ese acto habrán de llevarse a cabo por ambas partes. Todo muy reglado. Quizá los sociólogos puedan indagar en los motivos que llevan a las mujeres a prostituirse (cuestión homérica y casi prehistórica) y a los hombres, y a los hombres españoles en particular, a recurrir tanto a la contratación de este trabajo. Qué sé yo: insatisfacción, amargura, una canita al aire, lo que sea. Cada cual que se lo mire, si le parece. Pero nadie tiene derecho a juzgar moralmente un acto en el que dos adultos incurren por voluntad propia. Entiéndase: tiene derecho, claro, como se tiene para juzgar cuanto nos rodea. Pero no debería ir mucho más allá de la opinión personal que, como se sabe, no sirve para nada. Que el Estado intervenga para regularlo sería legítimo. Pero que intervenga para prohibirlo por ley o sancionar su práctica sería una muestra más, como tantas que ha habido en la historia, de control de las conciencias, si es que esta cosa existe todavía. Aunque quede claro, eso sí, que sería por el bien de todos, como dice siempre (y tiene buena escuela) el estalinismo de la corrección política.