El proceso de insurrección callejero en Cataluña tiene detrás de las barricadas a generaciones muy jóvenes,-nacidas al comienzo de este siglo- desafectas con la reconciliación nacional de la transición. El nacionalismo catalán comprometió su lealtad al pacto constitucional en el que se incluía la mayor cota de autogobierno jamás ideada por cualquier político catalán desde los albores del regionalismo del XIX hasta el Estatuto de Nuria de 1931 en la Segunda República.
La foto de Suárez y Tarradellas es una reliquia que los padres de familia nacidos en los sesenta y los setenta muestran a sus hijos en un intento vano de sacarles de las filas revolucionarias de los CDR. Tanto el entonces presidente del Gobierno como el primer presidente de la Generalitat tras la dictadura franquista disimularon el descuerdo natural entre la nada y el todo, con unos mínimos que permanecieron más o menos a salvo hasta el cambio de siglo, cuando el sistema educativo, en manos del nacionalismo catalán, dio frutos al hacer trizas la idea de la España democrática de los ciudadanos libres e iguales en todo el territorio nacional.
Los miles de jóvenes que cruzan contenedores, queman barricadas y se enfrentan a la policía envueltos en la bandera separatista, provistos de palo y casco, odian a la idea de España mucho más que sus padres o sus abuelos. Si en algo ha fallado el sistema autonómico es en la ausencia de garantías de igualdad real en cuestiones básicas y cruciales como la educación. El desistimiento, basado en la confianza en el pujolismo, se ha convertido en una catástrofe sin matices donde las clases medias pactistas han desaparecido para dar paso a generaciones negacionistas, receptoras de una enseñanza alejada por completo de los valores constitucionales. Y esto no solo ha ocurrido en Cataluña.
Josep Guardiola o Xavi Hernández se atreven a insultar a la democracia española desde sus cuentas corrientes rebosantes de dinero procedente de empresas y gobiernos de Estados teocráticos
Hay otras autonomías en España donde, o por insularidad o por idioma, se ha profundizado en la diferencia como elemento de superioridad de los unos sobre los otros. El localismo habitual en nuestra historia- no hay quien cierre un Ayuntamiento en quiebra por miedo al señor Fuenteovejuna- ha mutado en una colección de nacionalismos separadores y disgregadores.
España es una democracia, pero hay una parte relevante de la ciudadanía a la que le mueve un odio feroz. Tipos ejemplares en sus profesiones, o personajes públicos que han brillado en su oficio, arremeten sin contemplaciones contra el Estado de derecho como si España siguiera anclada en un viejo corral atrasado y gris. Josep Guardiola o Xavi Hernández se atreven a insultar a la democracia española desde sus cuentas corrientes rebosantes de dinero procedente de empresas y gobiernos de Estados teocráticos en los que la pena de muerte forma parte de la vida cotidiana. Se envalentonan contra la democracia española sentados en alfombras de oro y brillantes, tejidas por manos esclavas al servicio de dictaduras que matan, lapidan, cortan manos y persiguen al diferente.
Golpe de Estado
¿Qué hemos hecho? ¿Dónde se nos fue el Estado en los últimos 40 años desde que se reinstauró la Generalitat? No era necesario marcharse del todo. Ahora no habría otro remedio que partir de cero después de desmontar el movimiento nacional independentista que ha tornado en revolucionario. No ocurrirá y tal vez lo peor está todavía por venir si la situación de ingobernabilidad en España se sostiene más allá del 10 de noviembre.
Como siempre, el PSOE es la clave. El Tribunal Supremo ha juzgado lo que ha visto en la sala. Los demás, incluido el Rey, contemplamos un golpe al Estado que continúa en las calles de Cataluña. La aplicación del artículo 155 de la Constitución fue una oportunidad para desarticular al independentismo. Se paró el intento, pero el Gobierno de Rajoy solo calculó el corto plazo. De las elecciones ganadas por Ciudadanos el 21 de diciembre de 2017 nace el actual gobierno de coalición que preside un agitador ultraderechista de los que habitan en el separatismo catalán, como en cualquier movimiento nacional. Llegados hasta este punto de no retorno, solo queda esperar el desenlace del momento presente. No nos aguarda nada bueno a la vuelta de la siguiente esquina. Lo veremos cuando se apague el fuego y se disipe el humo de unas barricadas hechas por manos de demasiado jóvenes como para odiar tanto y tan deprisa.