La tribu está en todos nosotros, como el instinto de supervivencia. La primera es consecuencia del segundo. Proteger a los nuestros y a nosotros mismos forma parte de nuestro yo irreflexivo e intuitivo, y no por ello menos humano. La irracionalidad es indisoluble a la condición humana, como también el empeño en domesticarla y reconducirla al raciocinio.
Los hombres somos una combinación maravillosa de instinto animal y discernimiento racional. No es posible comprendernos desde uno sólo de los prismas ni tampoco pretender que renunciemos a alguno de ellos. Asumir esta doble condición es necesario para abordar el estudio del proceso de toma de decisiones y analizar el devenir histórico. En secundaria tuve a un profesor de Filosofía que nos advirtió de que la Historia solía comportarse como el péndulo de un reloj. Si lo que tarda el peso en moverse de un lado al otro es lo que mide el tiempo, las idas y venidas de los acontecimientos contemporáneos marcan nuestro alejamiento y regreso a la tribu: quizás no de manera tan constante, pero sí igual de implacable.
Invocar a la víscera
La sociedad sintió la llamada tribal a comienzos y a mediados del siglo XX. Los movimientos totalitarios aglutinaron en torno a sí a millones de personas invocando a la víscera. En unos lugares adoptó la forma de odio al burgués y al capital. En otros, la del antisemitismo y la pureza racial. En todos ellos el individuo quedó anulado, fagocitado por clanes que invistieron a sus líderes con un poder absoluto a cambio de protección y certidumbres. La obediencia servil y el estricto cumplimiento de los dogmas tribales no obtuvo la recompensa esperada, al contrario: la libertad que ofrendaron a cambio de seguridad se les devolvió en forma de muerte y de sangre.
Está ahí y se inflama ante el reclamo de una tribu que, aunque en nuestros tiempos gusta de adoptar diversas formas y disfraces, presenta tanto a izquierda como a derecha el denominador común de la identidad
Pero no es justo señalar a los tiranos comunistas, nacionalsocialistas y fascistas como únicos responsables, ya que ellos se limitaron a avivar una hoguera que ya había prendido en el corazón de los hombres. Una llama primigenia y sectaria que habita en todos nosotros, aunque nos afanemos en esconderla bajo capas de racionalidad. Está ahí y se inflama ante el reclamo de una tribu que, aunque en nuestros tiempos gusta de adoptar diversas formas y disfraces, presenta tanto a izquierda como a derecha el denominador común de la identidad. A viejas conocidas como la raza, la ideología o la nacionalidad, que experimentan una nueva vuelta de tuerca, se les suma el género como elemento de fractura y división.
Los trazos del individuo empiezan de nuevo a desdibujarse, a diluirse en las categorías que nos agrupan en opresores y oprimidos en función de hechos que no hemos cometido. Ya no sólo penamos por nuestros actos, sino también por rasgos o cualidades de nuestra personalidad que no hemos elegido. Pagamos deudas de otros, no sólo las pasadas sino las que están por venir. Y lo hacemos gustosos esperando una expiación que nunca llega porque la victimización del oprimido siempre está hambrienta y demanda mayores actos de contrición y sacrificio. En los últimos años la ofrenda que estamos realizando a nuestros autoproclamados salvadores son los derechos y libertades que sostienen nuestro Estado de Derecho. Porque les creemos hoy como les creímos antaño.
La presunción de inocencia está siendo dinamitada en nombre de las mujeres maltratadas y agredidas sexualmente en un movimiento orquestado por quienes las usan como felpudo bajo el que esconden sus pingües beneficios y cortina de humo tras la que ocultan sus verdaderas intenciones: intervenir el poder judicial. Ellos buscan su impunidad, pero nos venden que combaten al patriarcado. El hombre es el nuevo enemigo de la tribu, ya sea en su versión blanca heterosexual o en su modalidad extranjera. Todos ellos son culpables por razón de su sexo, al margen de sus actos y sin excepción. Nos dicen que es así como avanzaremos hacia una sociedad más segura e igualitaria.
Tergiversan resoluciones judiciales, desinforman y legislan tropelías, alientan y legitiman linchamientos sociales y se destruyen reputaciones de varones sin necesidad de sentencia ni juicio
Pero no se lleven a engaño, porque cuando con nuestra ayuda triunfen, el resultado no serán menos mujeres agredidas o maltratadas, sino más inocentes condenados y un sistema en el que los ciudadanos estaremos expuestos a la arbitrariedad de la clase gobernante. Porque una vez tengan la batuta del poder judicial, no responderán por las ilegalidades cometidas. Éste es el verdadero fin, la última pretensión. Por ella tergiversan resoluciones judiciales, desinforman y legislan tropelías, alientan y legitiman linchamientos sociales y se destruyen reputaciones profesionales de varones sin necesidad de sentencia ni de juicio.
Linchamientos sociales
Basta la palabra de una mujer para que se produzca la condena. Quien acusa no ha de demostrar la culpabilidad: es quien se defiende quien debe acreditar su inocencia. Los medios de comunicación, los platós y las redes sociales transformados en tribunales populares que seducen a nuestro yo totalitario. Morgan Freeman, Plácido Domingo, Woody Allen… En algunos de estos casos la condena se alcanzó sin juicio ni pruebas. El caso del exmarido de Rocío Carrasco es paradigmático, porque la condena social pretende suplir a la absolución judicial.
Mucho se habla de los motivos de ella para realizar esta suerte de “denuncia pública” tras tantos años. A mí los motivos de esta señora me preocupan poco, pero sí me inquietan los que llevan a tantos millones de personas a hacer seguidismo y participar del espectáculo dantesco de los linchamientos sociales, que cada vez se prodigan más y no sólo por cuestiones de violencia contra la mujer.
Sé que el huésped totalitario que albergamos clama por salir en épocas de zozobra en las que la tribu reclama nuestro regreso. Todos tenemos uno. Pero también acogemos a un ‘yo’ racional al que solemos relegar a un rincón cuando nos infunde miedo aquél en quien hemos delegado velar por nuestra seguridad. Si le damos una oportunidad a la razón, es probable que concluyamos que no debemos desconfiar de los señalados sino de quienes señalan, especialmente cuando lo hacen apelando únicamente a nuestros sentimientos y tripas. No importa quién sea el linchador o el linchado, su sexo, su nacionalidad o su afiliación política, porque no hay igualdad al margen de la legalidad.