Llueve sobre mojado. No es la primera vez que un conflicto interno español se convierte en campo de pruebas para algo a mayor escala que vendrá después. El marco geoestratégico que surgió tras la II Guerra Mundial estaba claro: dos grandes potencias (USA y la URSS) se repartieron el mundo en áreas de influencia, jugando Europa y China la función de apoyos secundarios. En 1989 el muro de Berlín cae, el mundo cambia, la URSS y el Pacto de Varsovia se disuelven. Por un momento parecía que Europa, ya en fase de unión a través de las Comunidades Europeas-UE, podría volver a jugar un papel más relevante en el mundo. Transcurren los años y el escenario no es el esperado. China se reinventa y pasa a ocupar el papel de la antigua URSS (si bien entrando en el juego capitalista con todas sus consecuencias); Rusia, tras algunos titubeos, vuelve a escena recuperando su antiguo papel de imperio zarista; y USA aguanta el golpe y resiste como el máximo (¿único?) representante de Occidente. Los tres, aunque muestren en público algunas discrepancias, se reúnen, comparten proyectos y, sobre todo, “se respetan y se temen”. ¿Cuál es el papel que le reservan a Europa? Tal vez la de un pastel, con la única duda de quién se quedará con la mejor parte.
¿Qué ha hecho la UE desde la caída del muro? Primero intentó atraer a los países del telón de acero y los restos de la antigua URSS, ofreciéndoles acuerdos de asociación y luego ser nuevos miembros. Esto parecía lógico y justo; además acabaría haciendo a la UE más fuerte, pero sin embargo la ampliación no ha funcionado como se esperaba. El tamaño importa pero quien mucho abarca poco aprieta, sobre todo cuando no se tiene claro lo esencial. En el exterior la UE ha tratado influir en el mundo con acuerdos comerciales y de cooperación, donde ha sido generosa, dando mucho más de lo que ha recibido, pues no le ha servido ni para expandir sus valores por el mundo, ni para ganar influencia real. No hay más que mirar a África: todas las numerosas inversiones, cooperación militar y ayudas no han logrado parar la emigración, mientras China, con una política calculada y egoísta, se está convirtiendo en la potencia más relevante para el continente africano sin recibir un solo emigrante. Es decir: nosotros ponemos el dinero, ofrecemos nuestro Estado de bienestar a emigrantes y refugiados, pero el poder e influencia se lo lleva otro.
No es difícil imaginar a los líderes de las tres grandes (USA, China y Rusia) esperar sentados en un sillón para repartirse los despojos de una Europa otra vez rota y desunida
Pero lo más relevante de esta situación es que Europa (como España) ha dejado de saber quién es. Se habla de valores europeos, pero ¿cuáles son estos?: ¿La democracia?; ¿la carta de derechos fundamentales de la UE? El fracaso reciente de la euroorden ha puesto de manifiesto que ni algunos jueces, ni algunos ministros, ni muchos periodistas creen en la UE. Por lo pronto, tienen dudas de que los países que la componen compartamos los mismos valores (aunque lleven en ella más de 30 años). Esta recriminación se lleva a cabo por cierto desde unos países con un pasado reciente nada glamuroso ni en Europa (nazismo) ni fuera (Congo belga), pese a lo cual se permiten dar lecciones de democracia a otros. Compran con facilidad el discurso que venden ciertas minorías supuestamente perseguidas (los separatistas) al tiempo que ignoran los derechos realmente pisoteados de las minorías que viven en esos territorios, por cometer el terrible pecado de pretender seguir siendo españoles, como lo vienen siendo desde hace siglos. ¿Quién pierde con este tipo de decisiones, además del sentido común? ¿Solo España? ¿O Europa entera? ¿A quién beneficia que se permita que los jueces de un país certifiquen la superioridad moral (y de calidad democrática) de unos países sobre otros?
Una cadena se suele romper por el eslabón más débil, y estos momentos ese eslabón es España. ¿Por qué? Porque es el único país con peso económico y político potencialmente relevante para que su caída afecte al todo (Europa), donde sus partidos políticos no comparten sin fisuras un proyecto común de país, ese núcleo esencial e inviolable que suele quedar fuera del juego de debate político y que normalmente aparece protegido y reconocido en la Constitución (basta mirar a Francia, Italia o Alemania). Algún ingenuo podría pensar que si España se rompe (y además por más de una parte), esta ruptura solo afectaría a la propia España y sus consecuencias negativas la pagarían en exclusiva los españoles (por cierto también los que pretenden dejar de serlo), pero esto dista de ser cierto. No solo por el efecto “replicante” para otras regiones europeas con similares o mayores excusas para propiciar nuevas rupturas, sino porque la “caída” política de uno de los Estados “grandes” de la UE afectaría a la estabilidad de la zona euro. Ya se ha advertido que detrás de los movimientos políticos y económicos de apoyo al separatismo catalán por parte de diversos países y fondos de inversión se encuentra el objetivo de debilitar a la UE (e.g. para que retire ciertas sanciones) y a su moneda para obtener ganancias económicas.
Ya la guerra civil española fue en buena medida el preludio forzoso de una guerra civil europea que acabaría convirtiéndose en guerra civil mundial
Cabe imaginar a los líderes de las tres grandes (USA, China y Rusia) esperando cómodamente sentados en un sillón a repartirse los despojos de una Europa otra vez rota, confusa y desunida. Pero el separatismo es un virus del que ellos tampoco están vacunados. Precisamente por ser grandes, son gigantes con multitud de regiones de barro, susceptibles de responder al efecto llamada de la nueva independencia, en concreto, como siempre, en las regiones más ricas. Si un país mediano en el concierto internacional puede romperse fácilmente (España tiene el tamaño de Texas), cuánto más ellos. Tal vez haya llegado el momento de proclamar que los actuales 194 países son más que suficientes para organizar el mundo y reconocer peculiaridades. Es cierto que muchas fronteras han sido artificialmente creadas, fruto del capricho de potencias extranjeras (no así el caso de España donde la tozudez geográfica la conforman los Pirineos y el mar), pero ha pasado el suficiente tiempo para darlas por consolidadas. En todos los países existen minorías lingüísticas (en la India más de 200), religiosas o incluso étnicas, pero la solución no puede ser la creación de nuevos mini-Estados, mucho más si se defiende como virtud la multiculturalidad. Existen en el mundo más de 3.500 lenguas reconocidas. En este contexto, ¿favorecería la paz y la estabilidad del planeta el principio “una lengua-un país”?
Europa está a tiempo de despertar de su letargo sino quiere que le ocurra como en el siglo pasado, donde incluso intelectuales de la talla de Max Weber, autor de pronósticos sociológicos sorprendentes, tuvieron que esperar al terror de 1948 (cuando ya era demasiado tarde) para llegar a percatarse de que en realidad la guerra civil española había sido el preludio forzoso de una guerra civil europea que acabaría convirtiéndose en guerra civil mundial. Esperemos que nos demos cuenta del engaño que vivimos antes de que resulte demasiado tarde. Aunque como decía Mark Twain: “Es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados”.