Cualquier cosa que se escriba estos días sobre la tensión en la frontera entre Rusia y Ucrania y las verdaderas intenciones de Putin se puede demostrar trágicamente caduca o ridículamente equivocada incluso antes de que sea publicada. No obstante, me permito compartir algunas reflexiones.
La primera es que los autócratas tienden a despreciar a las democracias porque ellos no tienen que someterse al refrendo de las urnas, ni contentar a una opinión pública escéptica o responder a unos medios críticos. Pero, aunque sea más complicado de gestionar, eso hace a las instituciones de los países libres más sólidas. También es fuente de la paz social y la prosperidad que a las dictaduras les suele faltar.
Los dictadores también tienden a confundir la debilidad coyuntural del liderazgo democrático de Occidente con debilidad de sus estados. Pero, por todo lo anterior, las instituciones de las democracias maduras son mucho más estables que su liderazgo. Los aparatos de seguridad y defensa de EEUU, por ejemplo, funcionan relativamente autónomamente, proveyendo continuidad a la protección de sus intereses a través de diferentes administraciones.
Si invade, tiene un grave problema, si se echa para atrás quedará como el típico bocazas ante su país y ante el mundo
Son esos aparatos los que han visto el farol de Putin, que amagaba con comenzar un ataque como modo de presión. Los matones son así. Pero, como ya le pasó a Reagan con la URSS (ahí si había liderazgo), saben que Rusia tiene los pies de barro. Moscú sufriría enormemente con una aventura en Ucrania.
Rusia es una impresionante potencia militar, sin duda… pero también es “sólo” la 11a economía del mundo, por detrás de Italia, Canadá y Corea del Sur. Al advertir con tantísima vehemencia de la inminencia y la probabilidad de una invasión que a nivel interno Putin negaba, los EEUU por ahora le han puesto en una situación de “damn if you do, damn if you don’t”: si invade, tiene un grave problema, si se echa para atrás quedará como el típico bocazas ante su país y ante el mundo.
En el tono agresivo y amenazante del líder ruso, en la vehemente irritación que ha transmitido en sus más recientes ruedas de prensa, Putin, a su pesar, no proyecta autoconfianza y resolución, sino la profunda contrariedad de encontrarse en esta trampa. También evidencia, como buen apparatchik de los servicios de seguridad soviéticos, su dificultad para interpretar el mundo con parámetros diferentes a los de la guerra fría. Putin recuerda obsesivamente el trauma de la descomposición de la URSS y la “ventaja” que tomó Occidente (ventaja en realidad para los ciudadanos de esos países que se libraron del yugo comunista). Exhibe frustración porque el mundo democrático desestime su visión de que países libres puedan ser usados como peones en un tablero y que así pueda exigir a naciones soberanas, desde Georgia o Ucrania hasta Suecia, Finlandia y Bulgaria que no se unan libremente a una alianza militar por la proximidad de sus fronteras a las rusas.
Ha cometido graves errores, como abusar del matonismo de sus servicios de inteligencia en suelo inglés atacando allí a disidentes. Los británicos se la tenían guardada y ahora se lo hacen pagar
Es cierto que Rusia lleva colocando estratégicamente sus activos en países occidentales, con resultados evidentes en Alemania, por ejemplo, donde patrocinaron al movimiento antinuclear que resultó en el Partido Verde hoy en la coalición de gobierno. Esos movimientos, con el apoyo de cancilleres y altos cargos hoy ya desinhibidamente a sueldo de los rusos, consiguieron avanzar su agenda y estrangular cualquier sueño de autonomía energética alemana, condenando al corazón de Europa a una dependencia del gas del Este que ahora pagamos todos. Pero también ha cometido graves errores, como abusar del matonismo de sus servicios de inteligencia en suelo inglés atacando allí a disidentes. Los británicos se la tenían guardada y ahora se lo hacen pagar.
Evidentemente, el escenario de pesadilla para Occidente es uno en el que un eje de países autoritarios decida echarse un pulso simultáneamente a unos EEUU con una presidencia senil y una Europa sin espina dorsal. China podría atacar Taiwán a la vez que Rusia lo haría con Ucrania y otros como Irán se podrían unir a la confederación de los que ven a Occidente como perro flaco.
Ante esa perspectiva eurocéntrica, un “oligarca” un ruso-ucraniano (uno de los de verdad) me recordaba hace unos días que el verdadero problema geoestratégico de las fronteras de la Federación Rusa no eran los 2.000 kilómetros que comparte con Ucrania, ni los 2.500 con los países escandinavos, bálticos y Polonia. El verdadero problema para la integridad territorial rusa viene del Este. De los 300 millones de chinos agolpados contra una frontera chino-rusa que al otro lado se encuentra deshabitada, ofrece unas riquezas naturales inigualables y resulta prácticamente indefendible. Por tanto, la alianza entre esos China y Rusia que comparten 4.200 kilómetros de frontera (7.700 si se considera el “colchón” de Mongolia), será siempre táctica y coyuntural.
¿Cuál es entonces el problema? Pues más allá del “factor humano”, las miserias del menudeo que acaban marcando los grandes asuntos de la historia, me recordaba estos días un fino analista lo que él denominaba “la fatalidad”. El fatum de las tragedias griegas que nos arrastra a situaciones en las que nadie gana y todos pierden, un destino que las partes prefieren esquivar, pero en el que, de un modo extraño e inevitable, acaban cayendo. Como parece estar ocurriendo. Como pasó ya en la Primera Guerra Mundial. Tenemos tres semanas de alerta antes de que la ventana de oportunidad para un ataque primaveral se cierre para los halcones del Kremlin.