Complejo de superioridad junto a lecciones de democracia. Esas dos circunstancias nos alejan y nos acercan a Gran Bretaña. El nacionalismo británico desprende un doble sentimiento: una agobiante sensación de superioridad y una cierta envidia por la forma de practicar la democracia.
¿Qué les llevó a esa superioridad que tanto enerva? Desde antes del Brexit, Gran Bretaña y los británicos ya despertaban cierta antipatía en el resto del mundo occidental. Tal vez el lejano imperio que forjaron y mantuvieron durante siglos confirió a ese Estado una forma altiva de situarse en la vieja Europa. El dominio sobre sus colonias la hacía aparecer como el Estado más poderoso del continente. Lo era.
Y acrecentó esa imagen por ser la cuna donde se inició la primera revolución industrial que transformó la forma de producir, la forma de trabajar y la manera de vivir. Esa situación, unida al hecho de ser una democracia cuyos orígenes se remontan al siglo XIII, cuando Simón de Montfort, VI conde de Leicester, convocó el primer Parlamento de su historia sin solicitar autorización de la Corona, mientras el resto del mundo hacía descansar su soberanía en la figura de sus reyes absolutistas, confirieron a los británicos un aire de superioridad que se vio reforzado por el hecho de que su idioma -el inglés- se constituyera en el idioma más universal y más usado por millones de personas, hasta el punto de que la lengua inglesa al ser de tantos no es de nadie.
El éxito del Brexit no ha sido más que la excusa para desprenderse de los descendientes de esos trabajadores que ya no necesita y que quiere volver a ser un país de blancos y de cristianos
El resultado de la terrible Segunda Guerra Mundial otorgó a Gran Bretaña y a EEUU el título de “líderes del mundo libre”. Habían ganado la guerra. Eran los vencedores indiscutibles frente al nazismo alemán y el fascismo italiano. Francia, que fue ocupada por los nazis, quedó relegada a un papel secundario en el contexto europeo y mundial. Las colonias del imperio británico proporcionaron a Gran Bretaña mano de obra sumisa y barata. Hoy el éxito del Brexit no ha sido más que la excusa para desprenderse de los descendientes de esos trabajadores que ya no necesita y que quiere volver a ser un país de blancos y de cristianos.
Esas circunstancias históricas y recientes han contribuido a reforzar la mala imagen que Europa tiene de la soberbia británica. Su alejamiento de la Unión Europea ha contribuido a hacerla aparecer como un Estado egoísta e insolidario.
Pero junto a esa visión negativa de la pérfida Albión, convive otra mirada que nos acerca a los demócratas a la manera de conservar y fortalecer su democracia. Su larga trayectoria democrática tiene resueltas algunas de las carencias que todavía se padecen en democracias con menos recorrido histórico, como puede ser el caso de la española.
Daba algo de envidia comprobar cómo al día siguiente de que surgiera el posible conflicto entre Rusia y Ucrania, el primer ministro Johnson comparecía en el Parlamento británico para exponer ante los diputados la posición británica que pretendía mantener su gobierno. Y no es poca la lección de democracia que se nos acaba de dar con el informe que una funcionaria independiente y de alto rango, Sue Gray, secretaria segunda permanente de la oficina del Primer Ministro, encargada de investigar la integridad de los miembros del gobierno, que a instancias del propio Johnson ha abierto una investigación sobre el comportamiento de su Gabinete en tiempos de pandemia. El resultado de su investigación ha sido entregado al primer ministro que está obligado a hacerlo público en su totalidad o solo las conclusiones. La investigación será dada a conocer a la población y a los diputados para decidir el futuro del gobierno.
En la tarde de ayer, Boris Johnson compareció en el Parlamento para explicar su versión del informe conocido como el partygate. Su alegato se resume en la frase “Perdón por las cosas que hicimos mal, lo entiendo y voy a arreglarlo”. Si bien el informe habla de “fallos de liderazgo”, Johnson no dimite y a lo más que llega es a anunciar “una reforma integral de la estructura de Downing Street”.
La lección de democracia hubiera sido magistral si el primer ministro hubiera asumido su responsabilidad y su falta de liderazgo presentando su dimisión. Pero para democracias como la española resultaría altamente importante que se aprendiera cómo se resuelven esos casos en la pérfida Albión.