Estamos comiendo “donde siempre”, mi restaurante favorito del madrileño barrio de Las Letras. Hay gente y ruido, como de costumbre. Hablamos de esto y de lo otro, de dinero, de supervivencia, de noticias, de cómo adelgazar, de la pandemia, yo qué sé. En esto mi amigo, sentado al otro lado de la mesa, mira hacia detrás de donde yo estoy, hacia el pasillo por el cual entra y sale gente. Palidece. Se esfuerza por sonreír pero no le sale, hace amago de levantarse pero una voz, justo a mi espalda, lo inmoviliza:
–¡No me ha gustado nada eso que has publicado hoy!
Ha pronunciado la palabra “eso” con infinito asco. Conozco bien esa voz. Es, más que chillona, demasiado aguda y sobre todo amenazante. Mi amigo hace un gesto cómico con las manos, trata de tomárselo a broma pero no hay manera. La voz:
–¡Ya hablaremos, ya hablaremos!
Me giro para mirarle. Sí, es él, quién iba a ser si no. No dice nada más. Se gira y, con la gente que le acompaña, sube las escaleritas del fondo de camino al reservado, al conspiradero, como lo solemos llamar. Mi amigo se me queda mirando, perplejo. Yo reacciono.
–Ni las buenas tardes ha dado. Ni saludar. Vaya tipo maleducado, ¿no?
Mi amigo sonríe, como diciendo “ay, si tú supieras”.
–Le conoces, ¿no?
–Sí, claro, alguna vez hemos hablado, sé quién es –le contesto–. Pero el problema no es ese. Es problema es quién se cree él que es.
La presidenta, quizá incómoda (seguramente incómoda: no le gustan ni la cadena ni el programa satírico para el que trabaja la periodista) murmura que ya ha hecho declaraciones y sigue su camino
A ese señor, obviamente impertinente, lo hemos visto en televisión hace pocos días. Cosa rara porque no sale mucho, él es de los que están “detrás”. Cortes de Castilla y León, toma de posesión del presidente Mañueco gracias a las escuadras de Vox. El presidente del PP, Feijóo, no ha ido, pero sí está la presidenta de Madrid. Ayuso ha dicho cosas a la Prensa dos minutos antes, ahí fuera, pero una reportera de televisión, Andrea Ropero, ha subido las escaleras por las que iban a pasar todos (debidamente autorizada) y trata de obtener un canutazo de Ayuso en exclusiva para su programa. La presidenta, quizá incómoda (seguramente incómoda: no le gustan ni la cadena ni el programa satírico para el que trabaja la periodista) murmura que ya ha hecho declaraciones y sigue su camino.
Y en esto sale de alguna parte este hombre, grandón, barbado y de voz sibilante. Empuja sin miramientos a la reportera. Se ve perfectamente, es imposible no verlo. “¡Ya ha hecho declaraciones, señora!”. Ella, como es natural, protesta y le pide al tipo que no la empuje. Y él, nervioso: “No la he empujado, señora. Le he tocado el brazo”. Discuten. Arguyen. La cosa se calienta hasta que él hace lo mismo que hizo en el restaurante después de tratar de amedrentar a mi amigo: se da la vuelta y se va.
Vamos a ver. Uno tiene derecho a ser Mefistófeles, si quiere. Eso es legal. Uno tiene derecho a ser la mano que mece la cuna, o por mejor decir la mano que está dentro del guante, de ese vistoso y cautivador y pizpireto guante que es Díaz Ayuso. Si puede y le dejan, claro. Uno tiene, si afilamos el argumento, derecho a amenazar, a intimidar o a –por decirlo claramente– acojonar a los demás: “No me ha gustado nada eso que has escrito”, que le decía a mi querido amigo el otro día; “Vas a acabar en la cárceeel”, que le soltaba al gran Antonio Asensio Pizarro, hace años. Puede hacerlo.
Los nervios serán, o la mala leche, o la falta de educación; todavía me acuerdo del antaño célebre “Pequeño Nicolás” empujando sin miramientos ni disimulo a otra reportera
Pero lo que no puede hacer, ni él ni nadie, es negar la realidad. Sí la empujó, claro que la empujó, acabábamos de verlo todos. Empujar a la gente, o más concretamente a los periodistas, está mal, está muy mal, pero a veces hay quien lo hace. Los nervios serán, o la mala leche, o la falta de educación; todavía me acuerdo del antaño célebre “Pequeño Nicolás” empujando sin miramientos ni disimulo a otra reportera, cuando formaba parte del “equipo se seguridad” de alguien de su partido. Cuando la periodista, que casi se cae al suelo, protestó, el crío –porque era un crío– no dijo ni media palabra: se limitó a mirarla como quien mira a un sapo.
Al menos el “Nicolasillo Pertusato” aquel (me refiero al crío cabroncete que le da una patada al perro en Las Meninas) no negó la evidencia: más bien presumió de ella con su mirada de “jódete” y su gesto de matoncillo de tres al cuarto. Pero este hombrón del que les hablo sí lo hizo. “No la he empujado, señora”. Pero cómo que no. Claro que la has empujado. Lo hemos visto todos. Por lo menos pide disculpas o di que ha sido sin querer, aunque sea mentira. Va en tu sueldo.
Pero no. Cuando alguien, en el calor de la refriega, sencillamente olvida que hay una cámara delante, o sin más le importa un rábano que le estén grabando y niega la realidad, niega lo que acaba de hacer hace diez segundos, no es que está despreciando a la persona a la que acaba de empujar, que ese desprecio va en el empellón mismo; es que está tomando por tontos a todos los que vamos a ver la escena por televisión. O nos toma por tontos o, sin más, le importa un pimiento lo que pensemos. Incluso lo que pensemos de él. Porque él tiene poder. Él es quien manda, quien decide, quien ordena. Si él dice que no ha empujado a nadie, que solo le ha tocado el brazo, a ver quién es esa chica para llevarle la contraria.
Cuando está grabado, cuando está tan obvia y claramente grabado por una cámara, no hay caso: la negación de la realidad se vuelve, sin remedio, en contra del empujante
Eso podría funcionar más o menos bien si nadie lo hubiese visto. Sería la palabra de uno contra la de la otra. Pero cuando está grabado, cuando está tan obvia y claramente grabado por una cámara, no hay caso: la negación de la realidad se vuelve, sin remedio, en contra del empujante. Y, como bien dijo en aquel mismo momento Andrea Ropero, le pone en ridículo.
Otra cosa es que a él le importe lo que pensemos los demás. Yo estoy convencido de que se le da una higa, como decía Sancho Panza. Es un hombre que no tiene ambiciones de mando ni de gobierno sino de poder, de control, de dominio. Por eso no le preocupa caer mal a la gente. Puede permitírselo. Es el estratega, no el capitán que va a la batalla. Es la mano, pero lo que la gente ve es lo bien que se mueve el guante. Y el guante está hecho a su exacta medida.
Guárdese el señor Feijóo, tan tranquilo y ponderado, tan aclamado ahora, tanto de la mano como del guante. El uno y la otra ya acabaron con su predecesor. Un día u otro la ambición seguirá su inexorable camino, ahora interrumpido. Y aplíquese el prudente gallego lo que decía San Mateo: “Velad y no durmáis, pues que no sabéis ni el día ni la hora” (Mt. 25:13).
Cozumel
Pues vale ¿y?
bombeC4
La periodista estaba donde no debía y tu plumilla lo debes saber no habìa tres metros de distancia y siendo de esa tvsecta se debe medir bien la distancia y no ver lo que no se ve.Esta periodista y el juntaletras de este artículo tiene la piel muy fina
Pisistrato
Esta claro que es una jugada de Var... Con lo que se puede ver en el VAR de MAR, yo interpreto que no la ha empujado. Como mucho apercibimiento verbal a ambos contendientes para que la cosa no pase a mayores
Vandeana67
Cuanta más inquina despiertan en usted los destinatarios de sus destructivas críticas, mejor lo están haciendo. Enhorabuena, Presidenta por su estupendo Jefe de Comunicación!
Javiroso
Ella grosera, él maleducado y el cronista destila bilis
Grossman
Yo creo que debería utilizarse el aparato este del fútbol para ver la jugada, porque a lo mejor la periodista se tiro a la piscina, que algunos son muy teatreros. El panfleto no tiene desperdicio, España se hunde en manos de radicales comunistas, un presidente sicopata, golpistas, terroristas…y este sr poniendo cara de horrorizado con chorradas. Paga el vozpopuli por estos artículos? Tiene merito.
Rackham el Rojo
Tanto escándalo por este roce, pero las persecuciones, vejaciones y mofas continuas de esos reporteros preocupados por la derecha, se tornan en melifluos jarabes democráticos. La capacidad de ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio.
Yorick
Vale, pues la empujó. ¿Y qué? ¿Acaso ese periodismo invasivo sirve para otra cosa que para sacar de sus casillas al personal? Casi demanda reacciones destempladas más que información. Los malos modos que desata también van en el sueldo del reportero. Toda trayectoria profesional tiene hitos, y posiblemente este episodio sea el culmen de la carrera de esa periodista, de cuyo nombre no me acuerdo. Que aproveche sus diez minutos. Sí la empujó. Al fin y al cabo, ese señor no es más que un grosero neanderthal de derechas. ¿Qué quería: que le propinase una patada ecosostenible, como las de Errejón, o un adoquinazo progresista como los que recibe Vox en sus mítines?